domingo, 29 de noviembre de 2009

LA DESHUMANIZACION DEL ARTE.JOSE ORTEGA Y GASSET.


LA DESHUMANIZACION DEL ARTE.
JOSE ORTEGA Y GASSET.
RESUMEN CAPITULO
LA DESHUMANIZACION DEL ARTE.


José Ortega y Gasset (Madrid, 1883-1955). Filósofo español. Su pensamiento, plasmado en numerosos ensayos, ejerció una gran influencia en varias generaciones de intelectuales.
Hijo del periodista José Ortega Munilla, hizo sus estudios secundarios en el colegio de Miraflores del Palo (Málaga) y los universitarios en Deusto y Madrid, en cuya universidad se doctoró en Filosofía y Letras con una tesis sobre Los terrores del año mil (1904), subtitulada Crítica de una leyenda. Entre 1905 y 1908 completó sus estudios en Leipzig, Berlín y Marburgo, donde asistió a los cursos del neokantiano Hermann Cohen.
Fue catedrático de Metafísica (su titular anterior había sido Nicolás Salmerón) de la Universidad de Madrid entre 1910 y 1936. En 1916 fue designado académico de la de Ciencias Morales y Políticas. Fundó la Revista de Occidente (1923-1936), la publicación intelectual más abierta al pensamiento europeo de nuestro siglo. Aneja a ella ha funcionado una editorial que, así como su salón de tertulias, ha representado la más selecta modernidad intelectual de su época.
Ortega ocupó un lugar de privilegio en la historia del pensamiento español de las décadas centrales del siglo XX. Maestro de varias promociones de jóvenes intelectuales, no sólo fue un brillante divulgador de ideas sino que elaboró un discurso filosófico de notable originalidad.
Gran parte de su actividad se canalizó a través del periodismo, un mundo que conocía y se adecuaba perfectamente a la esencia de sus tesis y a sus propósitos de animar la vida cultural del país. Además de colaborar en una extensa nómina de publicaciones, fundó el diario El Sol (1917), la revista España (1915) y la Revista de Occidente (1923).
En 1923 se instaura en España la dictadura de Primo de Rivera. Ese año fundará la "Revista de Occidente", de marcada oposición política a la dictadura, oposición que le llevará, en 1929, a dimitir de su cátedra en la Universidad de Madrid, continuando sus actividades filosóficas en lugares no vinculados anteriormente a la filosofía, como la Sala Rex y el Teatro Infanta Beatriz (actualmente el conocido restaurante Teatriz), impartiendo clases a modo de conferencia, algunas de las cuales serán recogidas posteriormente en su obra "¿Qué es filosofía?", y cuyos contenidos corresponden ya al período racio-vitalista de su pensamiento, iniciado en 1923.
En 1930 vuelve a la cátedra de la Complutense, bajo la dictadura de Berenguer, más tolerante que la de Primo de Rivera, aunque continúa su actividad pública. Ese mismo año publicará "La rebelión de las masas", una de sus obras más célebres. En 1931, junto con otros intelectuales de la talla de Gregorio Marañón o Pérez de Ayala funda la "Agrupación al Servicio de la República" y es elegido diputado a las Cortes Constituyentes de la recién proclamada II República por la provincia de León. Después de su experiencia parlamentaria retornará a la actividad académica publicando, en 1934, "En torno a Galileo", y en 1935 "Historia como sistema", siendo homenajeado ese mismo año por la Universidad de Madrid.
A raíz del golpe de estado de 1936 contra la II República, que dará lugar a la guerra civil española, Ortega se autoexilia, estableciendo su residencia primero en París, y luego en Holanda y Argentina, hasta 1942, año en que establecerá su residencia en Portugal. Al finalizar la segunda guerra mundial regresará a España, en 1945 y, aunque se le autoriza un ciclo de conferencias en el Ateneo de Madrid, no se le permite recuperar su cátedra de Metafísica, ante lo cual funda, en 1948, el "Instituto de Humanidades", donde vuelve a impartir docencia ante un público no universitario. En 1950 realiza un último viaje a Alemania, decepcionado ante las dificultades de su estancia en España, siendo nombrado en 1951 Doctor Honoris Causa por las universidades de Marburgo y Glasgow. Regresará a España en 1955, donde muere el 18 de octubre en Madrid.
En sus artículos y ensayos trató temas muy variados y siempre incardinados en la actualidad de su época, tanto de filosofía y política como de arte y literatura. Su obra no constituye una doctrina sistematizada sino un programa abierto del que son buena muestra los ocho volúmenes de El espectador (1916-1935), donde vertió agudos comentarios sobre los asuntos más heterogéneos.
No obstante, como denominador común de su pensamiento puede señalarse el perspectivismo, según el cual las distintas concepciones del mundo dependen del punto de vista y las circunstancias de los individuos, y la razón vital, intento de superación de la razón pura y la razón práctica de idealistas y racionalistas. Para Ortega, la verdad surge de la yuxtaposición de visiones parciales, en la que es fundamental el constante diálogo entre el hombre y la vida que se manifiesta a su alrededor, especialmente en el universo de las artes.
Obras principales de José Ortega y Gasset:
1914 Meditaciones del Quijote • Vieja y nueva política
1915 Investigaciones psicológicas (Curso explicado entre 1915-16 y publicado en 1982)
1916 Personas, Obras, Cosas (artículos y ensayos escritos entre 1904 y 1912: «Renan», «Adán en el Paraíso», «La pedagogía social como programa político», «Problemas culturales», &c.)
1916-1934 El Espectador (8 tomos publicados entre 1916 y 1934)
1921 España Invertebrada
1923 El tema de nuestro tiempo
1924 Las Atlántidas
1925 La deshumanización del Arte e Ideas sobre la novela Espasa-Calpe
1927 Espíritu de la letra • Mirabeau o el político
1928-1929 ¿Qué es filosofía? (curso publicado póstumamente en 1957), Kant
1929-1931 ¿Qué es conocimiento? Publicado en 1984, recoge tres cursos explicados en 1929, 1930 y 1931, titulados, respectivamente: «Vida como ejecución. El ser ejecutivo», «Sobre la realidad radical» y «Qué es la vida»
1930 La rebelión de las masas • Misión de la Universidad
1931 Rectificación de la República; La redención de las provincias y la decencia nacional
1932 Goethe desde dentro • Unas lecciones de metafísica (curso dado entre 1932-33 y publicado en 1966)
1933-34 En torno a Galileo (curso explicado en 1933 del que se publicaron algunas lecciones en 1942 bajo el título Esquema de las crisis)
1934 «Prólogo para alemanes» (prólogo a la tercera edición alemana de El tema de nuestro tiempo. El propio Ortega prohibió su publicación «por los sucesos de Munich de 1934». Finalmente se publicó en español en 1958.)
1935 Historia como sistema (1ª edición en inglés. La versión española es de 1941 e incluye su ensayo sobre «El Imperio romano»).
1939 Ensimismamiento y alteración. Meditación de la técnica
1940 Ideas y Crencias, Sobre la razón histórica (curso explicado en Buenos Aires y publicado en 1979 junto a otro dado en Lisboa sobre el mismo asunto.)
1942 Teoría de Andalucía y otros ensayos Guillermo Dilthey y la Idea de vida
1944 Sobre la razón histórica (curso dado en Lisboa, vid. supra)
1946 Idea del Teatro. Una abreviatura (conferencia dada en Lisboa, abril, y en Madrid, mayo; publicada en 1958, aunque en el núm. 62 de la Revista Nacional de educación ofreció una versión de la pronunciada en Madrid.)
1947 La Idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (publicado en 1958)
1948 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (publicado en 1960)
1949 Meditación de Europa (conferencia pronunciada en Berlín en 1949 con el título: De Europa meditatio quaedam. Se publica en 1960 junto a otros textos inéditos afines).
1949-1950 El hombre y la gente (curso explicado en 1949-1950 en el Instituto de Humanidades; se publica en 1957)
1950 Papeles sobre Velázquez y Goya
1951-1954 Pasado y porvenir para el hombre actual (título publicado en 1962 que reúne una serie de conferencias que Ortega pronunció en Alemania, Suiza e Inglaterra y se publicarán junto a un «Comentario al Banquete» de Platón.)
• Otros póstumos: Goya (1958), Velázquez (1959), Origen y epílogo de la Filosofía (1960), La caza y los toros (1960), Vives-Goethe (1961)
Ediciones de las Obras de José Ortega y Gasset:
• 1932 Obras de José Ortega y Gasset, Espasa-Calpe. Contiene: Meditaciones del Quijote. Vieja y Nueva política. El Espectador I-VIII. España Invertebrada. El tema de nuestro tiempo. Las Atlántidas. Kant. La deshumanización del arte e ideas sobre la novela. Espíritu de la letra. Mirabeau o el Político. La rebelión de las masas. Misión de la Universidad. La redención de las provincias y la decencia nacional. Rectificación de la República.
• 1946-1983 Obras Completas de José Ortega y Gasset, 12 vols. Revista de Occidente, Madrid. (A partir de 1983 se hace cargo de la edición Alianza Editorial). Se publicaron siguiendo el siguiente orden: Vols. 1-2 (1946). Vols. 3-6 (1947). Vol. 7 (1961). Vols. 8-9 (1962). Vols. 10-11 (1969). Vol. 12 (1983).
NOTA PRELIMINAR
La primera edición del ensayo LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE se publicó en 1925, en la biblioteca de la Revista de Occidente (el libro contenía, además, el ensayo «Ideas sobre la novela» que ulteriormente se ha incluido en el libro Meditaciones del Quijote). Previamente, una primera mitad del ensayo había sido anticipada en las páginas del diario El Sol, los días 1, 16 y 23 de enero, y 1 de febrero, de 1924.
En las posteriores reimpresiones del libro he creído oportuno complementar el ensayo titular con una selección de otros ensayos y artículos del autor igualmente dedicados a cuestiones estéticas, y que reuniesen la doble condición de ser de fecha anterior a LA DESHUMÁNIZACIÓN DEL ARTE y no hallarse incluidos en los otros lilros de Ortega (salvo en las Obras completas).
De esta suerte, el lector puede rehacer en esas páginas el itinerario de las ideas estéticas del autor, en sus manifestaciones primerizas, y en otras que, próximas a LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE, le sirven de complemento.
En esta nueva edición incluyo, además, el discurso «La verdad no es sencilla», publicado recientemente con carácter póstumo. Toda intervención ajena a la mano del autor va situada entre corchetes.

IMPOPULARIDAD DEL ARTE NUEVO
Entre las muchas ideas geniales, aunque mal desarrolladas, del genial francés Guyau, hay que contar su intento de estudiar el arte desde el punto de vista sociológico. Al pronto le ocurriría a uno pensar que parejo tema es estéril. Tornar el arte por el lado de sus efectos sociales.
Una inspiración idéntica, un mismo estilo biológico pulsa en las artes más diversas. Sin darse de ello cuenta, el músico joven aspira a realizar con sonidos exactamente los mismos valores estéticos que el pintor, el poeta y el dramaturgo, sus iontemporáneos. Y. esta identidad de sentido artístico había de rendir, por fuerza, idéntica consecuencia sociológica. En efecto, a la impopularidad de la nueva música responde una impopularidad de igual cariz en las demás musas. Se dirá que todo estilo recién llegado sufre üna etapa de lazareto Sin embargo, la impopularidad del árte nuevo es de muy distinta fisonomía. Conviene distinguir entre lo que noes popular y lo que es impopular. El estilo que. innova1 tarda algún tiempo en conquistar La popularidad; no es popular, pero tampoco impopular.
Toda obra de arte suscita divergencias: nos gusta, a otros no; a unos les gusta menos, a otros más. Esta disociación no tiene carácter orgánico, no obedece a un principio.En el arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo de aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra. Lo característico del arte nuevo, «desde el punto de vista sociológico», es que divide al público en estas dos clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas de la especie humana. El arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada. Dé aquí la irritación que despierta en la masa. Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha cofnprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación.El arte joven, con sólo presentarse, obliga al buen burgué a sentirse tal y como es: buen burgués, ente incapaz de sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura. Ahora bien, esto no puede hacerse impunemente después de cien años de halago omnímodo a la masa y apoteosis del «pueblo». Habituada a predominar en todo, la masa se siente ofendida en sus «derechos del hombre» por el arte nuevo, que es un arte de privilegio, de nobleza de nervios, de aristocracia instintiva. Dondequiera que las jóvenes musas se pesentan la masa las cocea.
Por otra parte, el arte joven contribuye también a que los «mejores» se conozcan y reconozcan entre el gris de la muchedumbre y aprendan su misión, que consiste en ser pocos y tener que combatir contra los muchos.
Joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende.
ARTE ARTÍSTICO
Si el arte nuevo no es inteligible para todo el mundo, quiere decirse que sus resortes no son los genéricamente humanos. No es un arte para los hombres en geeral, sino para una clase muy particular de hombres que podrán no valer más que lbs otros, pero que, evidentemente, son distintos.
Hay, ante todo, una cosa que conviene precisar. ¿A qué llama la mayoría de la gente goce estético? Qué acontece en su ánimo cuando le «gusta».
El objeto de que en el arte se ocupa, lo que sirve de término a su atención, y con ella a las demás potencias, es el mismo que en la existencia cotidiana: figuras y pasiones humanas. Y llamará arte al conjunto de medios, por los cuales les es proporcionado ese contacto con cosas humanas interesantes. De tal suerte que sólo tolerará las formas propiamente artísticas, las irrealidades, la fantasía, en la medida en que no intercepten su percepción de las formas y peripecias humanas. Tan pronto como estos elementos puramente estéticos dominen y no pueda agarrar bien la historia el público queda despistado y no sabe qué hacer delante del escenario, del libro o del cuadro. Es natural; no conoce otra actitud ante los objetos que la práctica, la que nos lleva a apasionarnos y aintervenir sentimentalmente en ellos. Una obra que no le invite a esta intervención le deja sin papel.
Si se analiza el nuevo estilo se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende primero, a la deshumanización del arte; segundo, a evitar las formas vivas; tercero, a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; cuarto, a considerar el arte como juego, y nada más; quinto, a una esencial ironía; sexto, a eludir toda falsedad, y, por tanto, a una escrupulosa realización. En fin, setimo, el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendenia alguna.
UNAS GOTAS DE FENOMENOLOGÍA
Resulta, pues, que una misma realidad se quiebra en muchas realidades divergentes cuando es mirada desde puntos de vista distintos. Y nos ocurre preguntarnos: ¿cuál de esas múltiples realidades es la verdadera, la auténtica? Cualquier decisión que tomemos será arbitraria.
Todas esas realidades son equivalentes, cada una la auténtica para su congruo punto de vista. Lo único que podemos hacer es clasificar estos puntos de vista y elegir entre ellos el que prácticamente parezca más normal o más espontáneo. Así llegaremos a una noción nada absoluta, pero, al menos, práctica y normativa de realidad.
COMIENZA LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE
Con rapidez vertiginosa el arte joven se ha disociado en una muchedumbre de direcciones e intentos divergentes. Nada es más fácil que subrayar las diferencias entre unas producciones y otras. Pero esta acentuación de lo diferencial y específico resultará vacía si antes no se determina el fondo común que variamente, a veces contradictoriamente, en todas se afirma. Ya enseñaba nuestro buen viejo Aristóteles que las cosas diferentes se diferencian en lo que se asemejan, es decir, en cierto carácter común. Porque los cuerpos tienen todos
Si al comparar un cuadro a la manera nueva con otro de 1860 seguimos el orden más sencillo, empezaremos por confrontar los objetos que en uno y otro están representados, tal vez un hombre, una casa, una montaña. Pronto se advierte que el artista de 1860 se ha propuesto ante todo que los objetos en su cuadro tengan el mismo aire y aspecto que tienen fuera de él, cuando forman parte de la realidad vivida o humana. Es posible que, además de esto, el artista de 1860 se proponga muchas otras complicaciones estéticas; pero lo importante es notar que ha comenzado por asegurar ese parecido. Hombre, casa, montaña son, al punto, reconocidos: son nuestros viejos amigos habituales. Por el contrario, en el cuadro reciente nos cuesta trabajo reconocerlos. El espectador piensa que tal vez el pintor no ha sabido conseguir el parecido. Mas también el cuadro de 1860 puede estar «mal pintado», es decir, que entre los objetos del cuadro y esos mismos objetos fuera de él exista una gran distancia, una importante divergencia. Sin embargo, cualquiera que sea la distancia, los errores del artista tradicional señalan hacia el objeto «humano», son caídas en el camino hacia él y equivalen al «Esto es un gallo» con qué el Orbaneja cervantino orientaba a su público. En el cuadro reciente acaece todo lo contrario: no es que el pintor yerre y que sus desviaciones del «natural» (natural=humano) no alcancen a éste, es que señalan hacia un camino opuesto al que puede conducimos hasta el objeto humano.
Lejos de ir el pintor más o menos torpemente hacia la realidad, se ve que ha ido contra ella. Se ha propuesto denodadamente deformarla, romper su aspecto humano, deshumanizarla.
No se trata de pintar algo que sea por completo distinto de un hombre, o casa, o montaña, sino de pintar un hombre que se parezca lo menos posible a un hombre, una casa que conserve de tal lo estrictamente necesario para que asistamos a su metamorfosis, un cono que ha salido milagrosamente de lo que era antes una montaña, como la serpiente sale de su camisa. El placer estético para el artista nuevo emana de ese triunfo sobre lo humano; por eso es preciso concretar la victoria y presentar en cada caso la víctima estrangulada.
Cree el vulgo que es cosa fácil huir de la relidad, cuando es lo más dificil del mundo. Es fácil decir o pintar una cosa que carezca por completo de sentido, que sea ininteligible o nula: bastará con enfilar palabras sin nexo, o trazar rayas al azar. Pero lograr construir algo que no sea copia de lo «natural» y que, sin embargo, posea alguna substantividad, implica el don más sublime.
La «realidad» acecha constantemente al artista para impedir su evasión. ¡Cuánta astucia supone la fuga genial! Ha de ser un Ulises al revés, que se liberta de su Penélope cotidiana y entre escollos navega hacia la brujería de Circe. Cuando logra escapar un momento a la perpetua asechanza no llevemos a mal en el artista un gesto de soberbia, un breve, gesto a lo San lorge, con el dragón yuguLado a los pies.
INVITACIÓN A COMPRENDER
En la obra de arte preferida por el último siglo hay siempre un núcleo de realidad vivida que viene a ser como sustancia del cuerpo estético. Sobre ella opera el arte y su operación se reduce a pulir ese núcleo humano, a darle barniz, brillo, compostura o reverberación. Para la mayor parte de la gente tal estructura de la obra de arte es la más natural, es la única posible. El arte es reflejo de la vida, es la naturaleza vista al través de un temperamento, es la representación de lo humano, etc.
El siglo XIX ha bizqueado sobremanera; por eso sus productos artísticos, lejos de representar un tipo normal de arte, son tal vez la máxima anomalía en la historia del gusto. Todas las grandes épocas del arte han evitado que la obra tenga en lo humano su centro de gravedad. Y ese imperativo de exclusivo realismo que ha gobernado la sensibilidad de la pasada centuria significa precisamente una monstruosidad sin ejemplo en la evolución estética. De donde resulta que la nueva inspiración, en apariencia tan extravagante, vuelve a tocar, cuando menos en un punto, el camino real del arte. Porque este camino se llama voluntad de estilo. Ahora bien: estilizar es deformar lo real, desrealizar. Estilización implica deshumanización. Y viceversa, no hay otra manera de deshumanizar que estilizar. El realismo, en cambio, invitando al artista a seguir dócilmente la forma de las cosas, le invita a no tener estilo.
SIGUE LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE
La gente nueva ha declarado tabú toda injerencia de humano en el arte. Ahora bien: lo humano, el rertorio de elementos que integran nuestro mundo habitual posee una jerarquía de tres rangos. Hay prio el orden de las personas, hay luego el de los seres vivos, hay, en fin, las cosas inorgánicas.Pues bien: el veto del arte nuevo se ejerce conuna energía proporcional a la altura jerárquica del objeto. Lo personal, por ser lo más humano de lo humano, es lo que más evita el arte joven.
El arte no puede consistir en el cóntagio psíquico, porque éste es un fenómeno inconsciente y el arte ha de ser todo plena claridad, mediodía de intelección. El llanto y la risa son estéticamente fraudes. El gesto de la belleza no pasa nunca de la melancolía o la sonrisa. Y mejor aún si no llega. Toute maitrise jette le froid (Mallarmé)
Yo creo que es bastante discreto el juicio del artista joven. El placer estético tiene que ser un placer inteligente. Porque entre los placeres los hay ciegos y perspicaces.
Todo lo que quiera ser espiritual y no mecánico habrá de poseer este carácter perspicaz, inteligente y motivado. Ahora bien: la obra romántica provoca un: placer que apenas mantiene conexión con su contenido.En vez de gózar del objeto artístico, el sujeto goza de sí mismo.
Mallarmé fue el primer hombre del siglo pasado que quiso ser poeta. Como él mismo dice, «rehusó los materiales naturales» y compuso pequeños objetos líricos, diferentes de la fauna y la flora humana. Esta poesía no necesita ser «sentida», porque, como no hay en ella nada humano, no hay en ella nada patético. Si se habla de una mujer es de la «mujer ninguna», y si suena una hora es «la hora ausente del cuadrante». A fuerza de negaciones, el verso de Mallarmé anula toda resonancia vital y nos presenta figuras tan extraterrestres que el mero contemplarlas es ya sumo placer.
EL TABÚ Y LA METÁFORA
La metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee. Su eficiencia llega a tocar los confines de la taumaturgia y parece un trebejo de creación que Dios se dejó olvidado dentro de una de sus criaturas al tiempo de formarla, como el cirujano instraído se deja un instrumento en el vientre del operado.
Todas las demás potencias nos mantienen inscritos dentro de lo real, de lo que ya es. Lo más que podenos hacer es sumar o restar unas cosas de otras. Sólo la metáfora nos facilita la evasión y crea entre las cosas reales arrecifes imaginarios, florecimiento de islas ingrávidas.
Es verdaderamente extraña la existencia en el hombre de esta actividad mental que consiste en suplantar una cosa por otra, no tanto por afán de llegar a ésta como por el empeño de rehuir aquélla. La metáfora escamotea un objeto enmascarándolo con otro, y no tendría sentido si no viéramos bajo ella un instinto que induce al hombre a evitar realidades.
Y como la palabra es para el hombre primitivo un poco la cosa misma nombrada, sobreviene el menester de no nombrar el objeto tremendo sobre que ha recaído «tabú».
SUPRA E INFRARREALISMO
Pero si es la metáfora el más radical instrunento de deshumanización, no puede decirse que sea el único. Hay innumerables de alcance diverso. Uno, el más simple, consiste en un simple cambio de la perspectiva habitual. Desde el punto; de vista humano tienen las cosas un orden, una jerarquía determinados. Nos parecen unas muy importantes, otras menos, otras por completo insignificantes. Para satisfacer el ansia de deshumanizar no es, pues, forzoso alterar las formas primarias de las cosas. Basta con invertir la jerarquía y hacer un arte donde aparezcan en primer plano, destacados con aire monumental, los mínimos sucesos de la vida.
Este es el nexo latente que une las maneras de arte nuevo en apariencia más distantes. Un mismo instinto de fuga y evasión de lo real se satisface en el suprarrealismo de la metáfora y en lo que cabe llamar infrarrealismo.
LA VUELTA DEL REVÉS
Al substantivarse la metáfora se hace, más o menos, protagonista de los destinos poéticos. Esto implica sencillamente que la intención estética ha cambiado de signo, que se ha vuelto del revés. Antes se vertía la metáfora sobre una realidad, a manera de adorno, encaje o capa pluvial. Ahora, al revés, se procura eliminar el sostén extrapoético o real y se trata de realizar la metáfora, hacer de ella la res poética. Pero esta inversión del proceso estético no es exclusiva del menester metafórico, sino que se verifica en todos los órdenes y con todos los medios hasta convertirse en un cariz general como tendencia de todo el arte al uso.
ICONOCLASIA
No parece excesivó afirmar que las artes plásticas del nuevo estilo han revelado un verdadero asco hacia las formas vivas o de los seres vivientes.
¿Por qué el artista actual siente horror a seguir la línea mórbida del cuerpo vivo y la suplanta por, el esquema geométrico? Todos los errores y aun estafas del cubismo no oscurecen el hecho de que dürante algún tiempo nos hayamos complacido en un lenguaje de puras formas euclidianas.
El fenómeno se complica cuando recordamos que periódicamente atraviesa la historia esta furia de geometrismo plástico.
INFLUENCIA NEGATIVA DEL PASADO
Dentro del artista se produce siempre un choque o reacción química entre su sensibilidad original y el arte que se ha hecho ya. No se encuentra solo ante el mundo, sino que, en sus relaciones con éste, interviene siempre como un tuchimán la tradición artística. ¿Cuál será el modo, de esa reacción entre el sentido original y las forrpas bellas del pasado? Puede ser positivo o negativo. El artista se sentirá afín con el pretérito y se percibirá sí mismo como naciendo de él, heredándolo y perfeccionándolo, o bien, en una u otra medida, hallará en sí una espontánea, indefinible repugnancia a los artistas radicionales, vigentes, gobernantes. Y así como en el primer caso sentirá no poca voluptuosidad instalándose en el molde de las convenciones al uso y repitiendo algunos de sus consagrados gestos, en el segundo no sólo producirá una obra distinta de las recibidas, sino que encontrará la misma voluptuosidad dando a esta obra un carácter agresivo contra las normas prestigiosas.
IRÓNICO DESTINO
Pero el artista de ahora nos invita a que contemplemos un arte que es una broma, que es, esencialmente, la burla de sí mismo. Porque en esto radica la comicidad de esta inspiración. En vez de reírse de alguien o algo determinado sin víctima no hay comedia, el arte nuevo ridiculiza el arte.
A principios del siglo XIX, un grupo de románticos alemanes dirigido por los Schlegel proclamó la ironía como la máxima categoría estética y por razones que coinciden con la nueva intención del arte. Este no se justifica ni se limita a reproducir la realidad, duplicándola en vano. Su misión es suscitar un irreal horizonte. Para lograr esto no hay otro medio que negar nuestra realidad, colocándonos por este acto encima de ella. Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas.
LA INTRASCENDENCIA DEL ARTE
Todo ello viene a condensarse en el síntoma más agudo, más grave, más hondo que presenta el arte joven, una facción extrañísima de la nueva sensibilidad estética que reclama alerta meditación.
CONCLUSIÓN
cualesquiera sean sus errores, hay un punto, a mi juicio, inconmovible en la nueva posición: la imposibilidad de volver hacia atrás. Todas las objeciones que a la inspiración de estos artistas se hagan pueden ser acertadas y, sin embargo, no aportarán razón suficiente para condenarla. A las objeciones habría que añadir otra cosa: la insinuación de otro camino para el arte que no sea éste deshumanizador ni reitere las vías usadas y abusadas.
Es muy fácil gritar que el arte es siempre posible dentro de la tradición. Mas esta frase confortable no sirve de nada al artista que espera, con el pincel o la pluma en la mano, una inspiración concreta.

lunes, 23 de noviembre de 2009

DICCIONARIO DE LAS ARTES DE FELIX DE AZUA 1


Félix de Azúa
España (Barcelona, 1944)
Escritor español, poeta, novelista y columnista, nació el 30 de abril de 1944 en la capital catalana. En la década de los años ochenta fue profesor en la Facultad de Filosofía de Zorroaga (San Sebastián), así como director del Instituto Cervantes de la capital francesa. Actualmente es catedrático de Estética en la Politécnica de Cataluña
Como poeta, en la década de los años setenta fue uno de los integrantes más activos de divulgar la poesía como género literario, en línea con Gimferrer o Leopoldo María Panero.
En cuando a su narrativa, destaca especialmente la audacia e ironía, con fuertes dosis de sarcasmo, sin ocultar su crítica más severa a los nacionalismos. Con el Diario de un hombre humillado, ganó el Premio Herralde de Novela en 1987. Poesía
Como colaborador habitual del diario El País, condensó en Esplendor y nada todos sus artículos, publicados en la última página entre los años 1977 y 2002. Entre sus modelos literarios se encuentran Orwell, Camus o Ferlosio por las constantes evocaciones que hace en sus artículos.
Poesía

Cepo para nutria (Madrid, Pájaro de papel, 1968).
El velo en el rostro de Agamenón (1966-1969) (Barcelona, El Bardo, 1970).
Edgar en Stéphane (Barcelona, Lumen, 1971).
Lengua de cal (Madrid, Visor, 1972).
Pasar y siete canciones (Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977).
Poesía (1968-1978) (Madrid, Hiperión, 1979). Recoge los cinco libros anteriores.
Farra (Madrid, Hiperión, 1983).
Poesía (1968-1989) (Madrid, Hiperión, 1989). 246 páginas, ISBN 84-7517-271-7. Recoge los seis libros anteriores.
Última sangre (Poesía 1968-2007) (Barcelona, Bruguera, 2007). 259 páginas, ISBN 978-84-02-42035-0. Recoge los libros anteriores e incorpora la serie de siete poemas que da nombre al volumen.
Novela
Las lecciones de Jena (Barcelona, Barral, 1972).
Tres cuentos didácticos (Barcelona, La Gaya Ciencia, 1975).
Las lecciones suspendidas (Madrid, Alfaguara, 1978).
Última lección (Madrid, Legasa, 1981).138 páginas, ISBN 84-85701-56-9.
Mansura (Barcelona, Anagrama, 1984). 176 páginas, ISBN 84-339-1710-2.
Historia de un idiota contada por él mismo (V Premio Herralde; Barcelona, Anagrama, 1986). 126 páginas, ISBN 84-339-1738-2.
Diario de un hombre humillado (Barcelona, Anagrama, 1987). 288 páginas, ISBN 84-339-1754-0.
Cambio de bandera (Barcelona, Anagrama, 1991). 254 páginas, ISBN 84-339-0930-4.
Demasiadas preguntas (Barcelona, Anagrama, 1994). 208 páginas, ISBN 84-339-0966-5.
Momentos decisivos (Barcelona, Anagrama, 2000). 368 páginas, ISBN 84-339-2452-4.
Literatura infantil
El largo viaje del mensajero (Barcelona, Editorial Antártida, 1991). 48 páginas, ISBN 84-7596-274-2.


Ensayo
Conocer Baudelaire y su obra (Barcelona, Dopesa, 1978). 124 páginas, ISBN 84-7235-391-5.
La paradoja del primitivo (Barcelona, Seix Barral, 1983). 388 páginas, ISBN 84-322-0827-2.
El aprendizaje de la decepción (Pamplona, Pamiela, 1989). 204 páginas, ISBN 84-7681-084-9.
La Venecia de Casanova (Barcelona, Planeta, 1990). 169 páginas, ISBN 84-320-4912-3.
Salidas de tono (Barcelona, Anagrama, 1997). 224 páginas, ISBN 84-339-0527-9.
Lecturas compulsivas (Barcelona, Anagrama, 1998). 320 páginas, ISBN 84-339-0565-1.
Baudelaire (y el artista de la vida moderna) (Barcelona, Anagrama, 1999). 176 páginas, ISBN 84-339-0575-9.
La invención de Caín (Madrid, Alfaguara, 1999). 347 páginas, ISBN 84-204-3086-2.
Diccionario de las Artes (Barcelona, Anagrama, 2002). 307 páginas, ISBN 84-339-6182-9.
Cortocircuitos (Madrid, Abada Editores, 2004). 90 páginas, ISBN 84-96258-25-4.
Esplendor y nada (Barcelona, El Lector Universal, 2006). 278 páginas, ISBN 84-935020-0-6.
Abierto a todas horas (Madrid, Alfaguara, 2007). 244 páginas, ISBN 978-84-204-7189-1.
Ovejas negras (Barcelona, Bruguera, 2007). 251 páginas, ISBN 978-84-02-42020-6.
La pasión domesticada. Las reinas de Persia y el nacimiento de la pintura moderna (Madrid, Abada Editores, 2007). 94 páginas, ISBN 978-84-96775-13-8.
Contre Guernica /Pamphlet, prefacio para Antonio Saura (Ginebra, Archives Antonio Saura y 5 Continents Editions, 2008). 120 páginas, ISBN 978-88-7439-475-3.

Traducción
Novelas : La Religiosa ; El sobrino de Rameau ; Jacques el Fatalista, de Denis Diderot (Madrid, Alfaguara, 1979). 592 páginas, ISBN 84-204-0200-1. Del francés.
Residua, de Samuel Beckett (Barcelona, Tusquets Editores, 1981). 80 páginas, ISBN 84-7223-001-5. Del francés.
Sin. Seguidor de El despoblador, de Samuel Beckett (Barcelona, Tusquets Editores, 1984). 56 páginas, ISBN 84-7223-029-5. Del francés.
Primer amor, de Samuel Beckett (Barcelona, Tusquets Editores, 1984). 48 páginas, ISBN 84-7223-026-0. Del francés.
Relatos, de Samuel Beckett (Barcelona, Tusquets Editores, 1997). En colaboración con Ana María Moix y Manuel Talens. 256 páginas, ISBN 84-8310-543-8. Del francés.

ABSTRACTO.
Kandinsky descubre la esencia misma de arte abstracto, a saber que a la pintura le incomodan los objetos reconocibles. Vivia en un perpetua desasosiego de que entre su ojo y el color siempre se interpusiera un objeto un ente solido, una cosa reconociible.
En 1915 Malevich presenta su obra un cuadrado blanco sobre un fondo negro. Los asistentes commentan hemos asistido al fusilamiento del espejo de la naturaleza.
El cuadrado negro es la Sensibilidad, el fondo blanco es la Nada; el arte va derecho hacia el suprematismo.
En el año 1915, otro ruso, sin la menor relación intelectual con Kandinsky, expuso una pintura en un salón de Petrogrado. La noticia se extendió por la ciudad como un incendio voraz, pero todos los que acudieron a admirarla se sintieron súbita e irremisiblemente abatidos. Levantaban y bajaban los brazos como pingüinos, miraban al suelo, suspiraban, y salían del salón arrastrando ios pies.
«Hemos asistido al fusilamiento del espejo de la Naturaleza. La Naturaleza ha muerto petrificada por los ojos de una Gorgona masculina. Hemos visto pinceles de los que aún gotea la sangre del sol.» Así se manifestaban los visitantes mientras salían del salón. Sobre el muro colgaba la terrible pintura: ucuaaradp blanco sobre fondo negro. Sólo eso: un cuadrado blanco sob fondo negro.
Compasivo, Malévich despedía a los visitantes, según iban saliendo, como quien despide un duelo con un apretón de manos y unas palabras de consuelo para. los más abatidos. «Tenga usted en cuenta que éste es sólo el primer caso de sensibilidad inobjetiva», parece que dijo. Y también: (El cuadrado negro es la Sénsibilidad, el fondo blanco es la Nada; ç1 arte va derecho hacia el suprematismo. ¿No le alegra a usted que. el arte vaya como un rayo hacia el suprematismo?»
«Hemos asistido al fusilamiento del espejo de la Naturaleza. La Naturaleza ha muerto petrificada por los ojos de una Gorgona masculina. Hemos visto pinceles de los que aún gotea la sangre del sol.» Así se manifestaban los visitantes mientras salían del salón. Sobre el muro colgaba la terrible pintura: ucuaaradp blanco sobre fondo negro. Sólo eso: un cuadrado blanco sob fondo negro. -
Compasivo, Malévich despedía a los visitantes, según iban saliendo, como quien despide un duelo con un apretón de manos y unas palabras de consuelo para. los más abatidos. «Tenga usted en cuenta que éste es sólo el primer caso de sensibilidad inobjetiva», parece que dijo. Y también: <(El cuadrado negro es la Sénsibilidad, el fondo blanco es la Nada; ç1 arte va derecho hacia el suprematismo. ¿No le alegra a usted que. l arte vaya como un ray6 hacia el suprematismo?» Algunós ciudadanos de Petrogrado asentían educadamente, pero ya en la calle comentaban: «Nunça más veremos las prillas de un lago en agosw, ni los cuerpos de bronc’ reluciendo a la luz del mçdiodía.»
En efecto, Malévich consideraba un atraso que la pintura tuviera la pretensión de reflejar el mundo y las cosas. Una artificiosidad tan naive la tenía por cosa infantil. ¿A quién se le ocurre imitar un paisaje con vacas? Cuando Malévich miraba un paisaje de Poussin, experimentaba un rencor incontenible porque allí, de nuevo, . se había reproducido el rostro de Dios.
En 1922 publicó un panfleto con el título de El trono de Dios permanece incólume, en donde advertía a sus. conciudadanos del peligro espantoso que corrían: el rostro de Dios estaba en todas partesi disimulado tras los bodegones, los grupps de familia y los aisajes con trineo. Decidido a borrar el rostro de Dios de la iieva Rusia bolchevique, Malévich se dedicó a la enseñanza. Durante muhÍsimos afíos no tocó un pincel, pero en el uultimo, quinquenio de su vida, antes d morir,, en 1935, tuvo un fortísimo ataque estético y pintó un centenar de telas. Son casi todas idénticas entre sí. En ellas aparece un busto seguramente humano, pero la cabeza carece de rasgos. No hay ojos, ni nariz, ni boca, nada de nada. Son cien rostros sin rostro en una blanca desolación sin objetos. Rostros ideales para la ideal sociedad estalinista.
Siempre que se presentaba la ocasión, el pintor holandés Piet Mondrian mostraba su carnet de miembro de la Sociedad Teosófica, a la que pertenecía desde 1909. A Mondrian, hijo de padres rigurosamente calvinistas; la presencia del Espíritu en el mundo le era de: una ‘familiaridad ‘notoria. En el mundo había muchos espíritus y también un Gran Espíritu, pero las gentes.. comunes no eran capaces de establecer relaciones con el Espíritu, así que los iniciados (dicho esto sin la menor pretensión, con la modestia y la capacidad de servicio de un enfermero) debían corregir los errores mundanos.
El mayor, con mucho, de los errores mundanos era la existencia. Pero no contentas con existir, las gentes querían, además, tener personalidaa ser sujetos individuales reconocibles, voluntades de poder ‘acérrimas, y cosas similares. Los pintores, por ejemplo, daban pin celadas y brocha.zos, dejando de ‘ ese modo huellas personales en . la tela. Mal hecho. Hay. qpe elevarse hasta alcanzar tna ‘pintura totalmente plana, decía Mond.rian; sin rasgos ni huellas, como si hubiera sido pintada por una máquina. Una pintura cuya pureza no dé el menor atisbo de eíistencia del cuerpo de u&pintor
Lo mismo pbdía decirse de las formas: Todas las formas acaban por remitirte a algo, incluso las más ‘abstractas o geómétricas: una’ escalera, . un: paragus, la luna, las bicicletas... ‘No. Hay que ‘esforzars por encontrar formas incapaces de sugerir la menor idea. Formas neutras, insignificantes, mudas.

ARTESANIA. Es el nombre antiguo del Arte, o, si se prefiere, es el nombre de unas artes ya desaparecidas, las artes manuales, de las que vivían, agrupados por gremios, los artistas de la orfebrería, de la escultura en cera, de la sastrería y de otras cien utilidades. Los pintores, por ejemplo, pertenecían al gremio de boticarios y un gran pintor era aquel que tenía una gran bottegha que es como decir una gran farmacia, un buen y floreciente negocio.
En aquellos tiempos los aprendices vivían con sus maestros, que es el único modo sensato de aprender un arte cuando ese arte consiste en habilidades y manualidades.Es evidente que si el arte consiste en la proyección espiritual de un genio y en la expresión de sus ideas, entonces no hay aprendizaje posible. De ahí que a partir del siglo XVIII los artistas modernos trabajen en la más altiva soledad y si les sale un discípulo lo denuncien a la Sociedad de Derechos de Autor para que lo encarcelen por plagio. Ahora bien, si el discípulo divulgaba los trucos del maestro, podía ir a dar a la cárcel, lo que quiere decir que los pintores y otros artesanos tenían, en efecto, (trucos), cosa que ningún artista moderno sería capaz de admitir, siendo así que lo más preciado del arte moderno es su «honestidad». En consecuencia, aunque un artista moderno permitiera la entrada de aprendices en su estudio, no serviría para maldita la cosa. El aprendiz no podría aprender absolutamente nada. Ni un truco. Sólo grandes ideas.

Todavía en ios siglos XVII y XVIII los artistas no se diferenciaban mucho de los artesanos. Los pintores flamencos de la edad dorada realizaban un tipo de encargos que a los actuales artistas (por llamarlos de algún modo) les parecerían degradantes y rechazables. Eran artesanos, y su humildad nos parece bella y admirable.
Algunas ocupaciones mantenían cierta relación con su oficio y requerían competencia en el uso del pincel y el manejo de los pigmentos, aun cuando no se tratara de aplicarlos sobre una tela. Pintaban techos, mamparas de chimenea, frontones, decoraban embarcaciones, carruajes, espinetas, relojes, cerámicas, azulejos o cartelones para el comercio. El estupendo pintor Gerrit Berckheyde recibió el apodo de «el Rafael de los rótulos». Un viajero francés, Sorbier, quedó admirado por el aspecto artístico de los mercios holandeses «cuyos rótulos y anuncios son a veces excelentes pinturas». Carel Fabritius redondeó su presupuesto doméstico pintando los escudos de armas municipales a 212 guildas Li pieza. (Herbert.)
Obsérvese que en el negocio de los antiguos artesanos (es decir, de los artistas premodernos), el dinero se ganaba porque sabían hacer algo con mayor habilidad y gracia que los demás: pintar cuadros, componer sonetos y canciones, construir casas sólidas y agradables o esculpir estatuas, actividades estas en las que cualquiera puede juzgar si las cosas están bien o mal hechas. En cambio, el dinero de los artistas modernos se gana porque son espiritualmente, intelectualmente, importanter, son, por ejemplo, genios, o artistas muy conocidos. Obsérvese también que el derecho a la propiedad era, en la antigüedad, el derecho al secreto de taller, en tanto que el derecho moderno atañe a la propiedad intelectual, es decir, a la propieda privada de las ideas o incluso de las ocurrencias.
Si acentuamos un poco más nuestra sugerencia podríamos decir que distinguir entre un buen y un mal Miró es cosa traída por los pelos y de mucho refinamiento, pero distinguir un buen Duchamp de uno malo, no es que sea difícil, es que es un disparate e indica que no se entiende nada de Duchamp. En Duchamp todo son ideas y sólo ideas. Y las ideas, como. todo el mundo sabe, no tienen cuerpo y son, por lo tanto, todas ellas hermosísimas.
Cuanto más «avanzada» se encuentra la modernidad, mayor es la dificultad para aplicar criterios de valor. Los artistas de la extrema modernidad deben tomarse en bloque (o rechazarse) como un producto industrial repetido sin variantes. Elegir entre dos tramas geométricas de Mondrian requiere un conocimiento tan afilado. . Hay diferencias, indudablemente; pero de ellas sólo pueden hablar los muy expertos.
Lo dicho para la pintura puede ampliarse a las restantes artes, sean bellas o aplicadas, sean plásticas, literarias o musicales. Valga como ejemplo la composición de John Cage que figura en este diccionario, en la entrada MÚSICA. ¿Hay música menos buena de John Cage? Quizá sí, pero para establecer las diferencias habría que escribir un tratado de filosofia de la música.
El paso de «saber hacer algo con mayor destreza que los demás», a «tener muy buenas ideas», o incluso «ideas interesantes», o en ci peor de los casos «ideas novedosas», es ci paso que separa a los clásicos de los modernos. Y es ci paso que separa a los artistas en tanto que hombres hábiles, de los artistas en tanto que intelectuales y filósofos.
Siendo los artistas unos intelectuales que expresan sus ideas, no hay quien los juzgue, excepto los filósofos. Por eso las artes se han ido juntando en un solo Arte.


ARTISTA. Acerca del artista reina un general desconcierto. Su existencia es indudable, pues a ellos atribuimos la aparición de obras de arte, sea cierto o falso que intervengan en su aparición.
Los artistas son gente en verdad existente porque con su nombre nos orientarnos en la espesura de las obras. Pero la energía del romanticismo ha contaminado tan profundamente las fuentes de nuestro juicio que tendemos a pensar en ci artista como alguien autó nomo independiente, libre y genial.
Pero la energía del romanticismo ha contaminado tan profundamente las fuentes de nuestro juicio que tendemos a pensar en el artista como alguien autónomo independiente, libre y genial. Una especie de self-made-man. Este error, frecuente y dañino, conduce al desastre a miles de jóvenes bien intencionados que creen poder ser tanto más artistas cuanto más autónomos, independientes, libres y geniales. De resaltas de este patinazo una notable cantidad de gente pintoresca es incapaz de hacer aparecer absolutamente nada que no sea ella misma. Pero la contemplación de alguien libre y genial que dice ser libre y genial es insuficiente como obra de arte y una lata como obra de caridad. El lector encontrará más datos sobre este punto en la entrada MUERTE.
Para explicar (aproximadamente) lo que es un artista debo recurrir a la fábula. Me avergüenza hacerlo porque es un método poco científico muy utilizado por ese enemigo de la democracia (según le califica Karl Popper) que era Platón cuando se veía obligado a explicar cosas que ni él mismo se explicaba. Me excuso, pues, de imitar a Platón, pero no todo el mundo puede ser Karl Popper.
En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial. Cuentan los supervivientes que, tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para el transporte de ganado.
Hacinados como reses, sin espacio para sentarse, sin apenas aire para respirar, sin más agua que la lluvia que se filtraba por las grietas de la cubierta, millones de desdichados atravesaron Europa de Pau a Auschwitz, de Varsovia a Dachau, de Amsterdam a Büchenwald, durante semanas, camino del matadero. Antes de llegar muchos murieron de sed, de hambre, de asfixia, de agotamiento, de enfermedad; los supervivientes acabaron el trayecto pegados a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos reposar en el suelo.
Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior, a un palmo del techo, y otros cuantos orificios en el suelo para la evacuación de las heces. Por los respiraderos entraba la escasa luz que permitía a los infelices saber si era de día o de noche, y, aunque pueda parecer extrafio, estos detalles cobraban para ellos una enorme importancia. Los respiraderos superiores estaban sima- dos a unos dos metros y medio del suelo.
Muchos memorialistas coinciden en relatar cómo los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus rifiones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde los conducían, qué tierras cruzaba ci tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.
Pero no todos reaccionaban igual: cuentan también que unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. «Qué se me da a mí en dónde estemos, si me cabe la certeza de que voy camino del matader&’», decían crudamente. Ponían toda clase de inconvenientes a colaborar, y luego se negaban a oír y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero hasta los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.
Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla no tenían Fuerzas para hablar. Llevaban quizá cuatro o cinco días a oscuras, asfixiados por el hedor, aplastados por sus compañeros, y de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos, o caían en un mutismo seco. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos. Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, segt’in decían, para soportar el horror es mejor no ver nada y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de ios condenados a muerte.
También sucedía que ciertos vigías decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. «Veo una estación de ferrocarril con dos puertas laterales y una central con trampilla de madera y herrajes de latón, seguramente atornillados; hay en el andén un hombre de uniforme de unos cincuenta y dos años de edad, con gafas de alambre y una pipa apagada. A la derecha hay un hangar de doce por quince...», decían estos malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.
No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada y sin desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados.
Debe prestarse atención al hecho de que ningún vigía consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en ci vagón, era la fuerza que alzaba y soportaba al vigía., y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamis un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de presos

BELLO. Es una opinión, no por extendida menos arbitraria, la de que lo bello (a veces sustantivado como «la belleza») es un elemento esencial de las artes. Mucha gente lo cree así, desde luego. Ven una pintura de Tpies y dicen que es bella. Ven Hong Kong y dicen que es bello. Ven a su anciana madre cosiendo y dicen que es bella. Ven un volcán en erupción y dicen que es bello. Ven un perro reventado en la cuneta y dicen que es bello (añaden: parece un Tpies). Ya se ve que ésta es una opinión de dudosa solidez.
Los antiguos no consideraban necesaria la presencia de lo bello en las obras del arte, mis bien al contrario, podía llegar a ser una presencia embarazosa. Entre los muy antiguos la belleza era innecesaria porque sus obras de arte no eran obras de arte sino de relaciones públicas con la divinidad, por ejemplo los esquimales y los aztecas. Los antiguos tampoco, porque para ellos lo bello era más bien un asunto de las ideas, del espíritu, del intelecto, y no de las groseras producciones manuales, por ejemplo Platón. Ni siquiera los menos antiguos, porque sus obras de arte pretendían inspirar la piedad y la obediencia, pero no el deleite, por ejemplo toda la producción cristiana anterior al siglo xv, más o menos.
Lo bello concebido como una necesidad siempre presente en las obras de arte es algo relativamente tardío. Si exceptuamos a los neoplatónicos plotinianos, así como a sus herederos renacentistas los cuales se mueven en un plano estratosférico, la primera teoría convincentemente asentada que pone en relación de necesidad lo bello y el arte es la estética de Kant en su tercera Crítica o crítica del Juicio (Urteilskraft).
En ella se consideraba lo bello como una necesidad sine qua non del objeto artístico, por necesidad del razonamiento. Antes de ello se había escrito mucho sobre el «buen gusto» y sobre «la belleza» de las obras de arte, pero sólo mediante justificaciones sociológicas (los aristócratas tienen buen gusto, los otros no) o psicológicas (algunos hombres excepcionales tienen buen gusto, los otros no) que habían llegado a rozar el populismo moderno (como en el convencimiento típico del XVIII inglés de que puede haber incluso algunos pobres que tengan buen gusto). El «gusto» era, evidentemente, la capacidad para gozar de la belleza de una obra. Porque lo bello se percibía como fuente de placer. A pesar de su extrema inteligencia, la relación entre belleza y placer asentada por la obra de Kant abría más interrogantes de los que cerraba. ¿Todo placer era de índole artística, es decir, «bella»? No, añadía Kant, sólo es bello el placer «desinteresado»; el placer de comer o el de copular no son artísticos porque suponen la satisfacción de un deseo. Lo bello ha de ser agradable y sereno. Si contemplo un objeto exquisito pero no experimento ningún placer, ¿acaso el objeto es feo? Tampoco; es precisa una «educación» de la sensibilidad, ya que no todo el mundo está preparado para acceder a bellezas sutiles, aunque todo el mundo, hasta el más bruto, puede acceder a bellezas sencillas como la de las foreculas silvestres. Eso creía Kant.
Los conflictos que presentaba el pensamiento kantiano fueron sustituidos por conflictos de otra índole (quizá más grandiosos, pero no más profundos) en las lecciones sobre filosofla del arte de Hegel, hacia 1830. En ellas lo bello dejaba definitivamente de formar parte necesaria de los productos de las artes y pasaba a tener sólo una presencia histórica. Lo bello, según Hegel, se da en un momento histórico preciso de las artes: en Grecia; pero antes y después de Grecia, lo bello es irrelevante. Hegel no dice que no haya tal cosa como «algo bello» antes o después de Grecia, sólo dice que no es necesario que lo haya. Lo relevante es el desarrollo histórico del arte. A los egipcios, o a los chinos, la belleza no les preocupaba esencialmente; a los cristianos tampoco. Eso creía Hegel.
Que las artes se hacen históricas quiere decir que por primera vez las obras de arte, los productos de tantas y tantas profesiones, gremios, oficios, a través de tantos siglos y naciones y pueblos muchos de ellos ya extinguidos, se observan como una unidad. Desde los muy antiguos (esquimales y aztecas, por ejemplo), hasta los menos antiguos (los cristianos), y en medio, como único momento de belleza necesaria, Grecia, todos los pueblos de la tierra y de la historia aparecen unidos en una tarea gigantesca: el arte. O sea, el Artek
En otros lugares de este diccionario se encontrarán algunas entrachs que comentan las consecuencias que ha tenido el advenimiento del colosal proyecto hegeliano. Porque la unificación universal de Hegel no es un invento del filósofo; desdichadamente, en el mundo del pensamiento no hay sabios locos, como en las películas americanas. La unificación universal que llamamos «de Hegel» es sencillamente el proyecto de
racionalización, explotación y control cósmico cuyo resultado más sobrecogedor es el Estado democrático-tecnológico occidental en su versión americana y japonesas imitada hasta por los iraníes. No hay nada más hegeliano que el arsenal de máquinas en que se está convirtiendo la sociedad avanzada. Pero hablemos ahora de lo bello y procuremos no perdernos por el camino. Y siempre que se habla de lo bello conviene recordar que la epopeya nacional griega es la historia de una guerra ocasionada por la belleza de Helena.
Una vez desaparecido lo bello del horizonte de las artes (y obsérvese que lo bello tan sólo ha residido en ese horizonte un par de siglos), éstas quedaron desfondadas, abismadas sobre el vacío de su injustificada presencia en el mundo. Evidentemente, sí las artes eran históricas, no podían ser de nadie en particular: sólo podían pertenecer a «los pueblos» los cuales son los únicos sujetos de la historia. No era el artista individual quien pintaba su cuadro o escribía su cancioncilla; era el pueblo entero quien se expresaba a través de un individuo particular.
Vino a sustituir a lo bello una entidad amenazadora y atávica: el espíritu del pueblo y su voluntad expresiva como si a la modernidad se le hubiera colado por entre las grietas de su racionalidad y todo lo inundara, la antigua sañgre de las tribus. Y fue el arte, el arte inútil y frívolo, el arte injustificable y desinteresado y gratuito, el arte placentero y bello y todo lo que se quiera, quien abrió la puerta a la venganza de nuestros muertos: la anónima producción de símbolos nacionales como ardiente bandera del genio de una raza fue la nueva y única justificación del arte. Y el anónimo creador fue un héroe nacional y un comisario político
simultáneamente. El Arte, triste es reconocerlo, era la puerta por la que salían los cadáveres disfrazados de obra maestra.
Se comprende que después del romanticismo las artes hubieran de ser controladas por el Estado. Habían mostrado su faz oculta y tenebrosa, la que une las prácticas artísticas a lo más misterioso y olvidado de nuestra presencia en el mundo. En los últimos cien años, el Estado, sus funcionarios, los políticos, los artistas, el público, todos han contribuido a la destrucción progresiva de las artes (a cambio de muchísimo dinero), aterrorizados ante lo que había sido un estado puramente artístico: ci Tercer Reich, fundado en la construcción de una obra de arte viviente, el Ario, el cual no se distinguía por su alma, por su espíritu, por su intelecto, sino por su fisiología, como las top-models que ahora gustan tanto y son tan simpáticas.
Pero ese proceso de destrucción y control sólo ha afectado a la parte menos poderosa de las artes, es decir, a las actividades tradicionales representadas convencionalmente por las academias: pintura, arquitectura, escultura, música y literatura. En cambio, la artistización se ha hecho universal y totalitaria en un sinnúmero de prácticas, de manera que incluso los presidentes de las naciones democráticas tienen ahora que embellecerse como estatuas y seducir como actores. Hasta el Papa se ha visto obligado a tomar lecciones de imagen. Divina, sin duda. Puede decirse sin exageración que, a través de la televisión, los mayores y más insoportables desastres y carnicerías han pasado a ser obras de arte y espectáculos de masas. Lo bello ha regresado para dar esplendor a la nada.



CARICATURA. Un rasgo eminente de los productos artísticos del siglo xx es su extendido carácter caricaturesco. Un viaje relámpago por las cumbres del arte nos muestra una y otra vez la caricatura de algo que en otro tiempo fue trágico, sublime, grandioso o noble:
La esencia de la caricatura participa de la esencia del arte del siglo xx.
Tan implicada está la caricatura en nuestro modo de representarnos que es legítimo suponer a las escuelas formalista, abstracta, geométrica o conceptual, Mondrian, De Stijl, Malévich, el constructivismo, Rothko, la abstracción lírica, Gris, el cubismo, así como sus correspondientes parejas musicales, Webern, los serialistas, los aleatorios, o literarias, el nouveau roman, el vorticismo, el letrismo, el Qulipo, como un recurso desesperado del arte del siglo xx para sortear la caricatura inevitable en cualquier representación figurativa.
Ello daría cuenta de la insatisfacción que nos produce una pintura imitativa como la de Antonio López, o la de Hopper, a pesar de su innegable calidad; o la desazón que sentimos ante el costumbrismo literario de algunos autores como los realistas americanos y espafioles, a los que, sin embargo, nadie puede negar el oficio; o esas casitas de Krier y esos palacios de Bofihi que han tratado de esquivar la caricatura constitutiva de lo actual mediante el recurso a una nostalgia perversa e impotente. Las representaciones realistas y figurativas no deformadas por la caricatura, independientemente de su calidad técnica, suscitan la inquietante sensación de un anacronismo.
El primero en observar la importancia que iba a adquirir la caricatura en el arte occidental fue Baudelaire. Hacia 1855 escribió una serie de artículos en los que distinguía con agudeza lo grotesco (que él llamaba «lo cómico absoluto») y lo «cómico significativo», dos modos caricaturales de representar. El primero es el modelo clásico de deformación y exageración moralizante que se encuentra en todas las culturas, primitivas o modernas, asiáticas o africanas. Los sátiros calvos de picudo miembro en ci arte heleno, o los demonios tutelares japoneses, por ejemplo. Pero el segundo es el estilo propio de la caricatura moderna, la. cual posee un carácter peculiar.
Un artista tan inesperado en este terreno como John Updike, afirmaba hace pocos meses que el género grotesco había perdurado, como género menor, hasta la primera guerra mundial, pero siendo así que su artículo comentaba la pintura impresionista americana (la última en mantener ci «decoro» al que se refiere en su escrito), creo que confundía lo grotesco y lo caricatu e general: «Todavía en 1915 el decoro clásico ordenaba que los motivos naturales del arte fueran la belleza, la armonía y la energía, y que lo feo y lo patético se relegaran al género menor de lo grotesco.»
La caricatura es un fenómeno de la era moderna. Lo grotesco es un género clásico que aún permanece intacto por ejemplo en Leonardo da Vinci, en los fisiognomistas barrocos o en Goya. Pero la caricatura es algo aparte, porque sólo es posible allí en donde una muy amplia clientela pudo comprender, no• ya las deformaciones o exageraciones del modelo, sino la negación la crítica inmediata y sin matices,’:’lnsita en la caricatura. Es un proceso, el de lo caricatural, que comienza durante las guerras de religión con las execraciones mutuas de luteranos y católicos, alcanza su momento más puro en las espléndidas caricaturas de las campañas napoleónicas,, y se expande universalmente a todas las prácticas artísticas durante nuestro siglo.
A la difusión espectacular de la caricatura moderna ha contribuido no poco el hecho comprobado por la psicología (Ryan y Schwarz, 1956) de que es más fácil reconocer la caricatura de una mano que la fotografía de una mano, fenómeno muy significativo que debiera llevarnos a reflexionar más inclinadamente sobre lo que solemos llamar «realismo» La desemejanza, la distancia entre el modelo y la copia que una cultura puede admitir como «real», puede examinarse en esta serie progresiva de anécdotas:
(Momento platónico.) Ante el disgusto y las protestas de la familia Médicis tras descubrir sus poco favorecedores retratos en la Sagrestia Nuova de Florencia, Miguel Ángel replica: «Dentro de mil años a nadie ha de importar el aspecto de vuestras mercedes.»
(Momento cartesiano.) Ante el disgusto y la protesta de un cliente tras descubrir su retrato en el estudio del pintor Max Libermann, éste replica: «Su retrato, señor marqués, se le asemeja mucho más de todo cuanto usted pueda llegar a asemejarse a sí mismo.»
(Momento caricatural.) Ante el disgusto y las protestas de Gertrude Stein tras desenvolver su retrato en su casa de París, el pintor Picasso replica: «No te pongas así, mujer; ahora no te pareces mucho, pero ya te parecerás.»
El progresivo triunfo de la caricatura es el triunfo progresivo de una nueva «semejanza» cuya verdad no está ni en la Idea, ni en el sujeto representante, ni en el objeto representado. Está tan sólo en la propia y autónoma pintura. La distancia entre el modelo y la copia se vuelve infinita, pero es un infinito distinto al del modelo platónico: el infinito de la caricatura es un infinito negativo. El modelo debe hacer todo lo posible por asemejarse a su caricatura. Un cantante moderno como Michael Jackson da una idea aproximada de lo que digo.
Aunque la caricatura, en su versión moderna, es sobre todo una herramienta de propaganda política, en muy pocos años penetró dentro del terreno del arte. Hay, por ejemplo, un deslizamiento evidente desde algunas caricaturas de Daumier hasta las pinturas juveniles de Cézanne; hay una puerta secreta que conduce de Rowlandson y Hogarth a Georg Grosz y los neoexpresionistas alemanes. Hay pasillos de Rabelais y Cervantes a Sterne y Moli&e, así como de Sterne a Kundera, o de Gógol a Nabokov.
Ahora bien, destaca Baudelaire la sorpresa de que ese arte caricatural produzca risa o diversión cuando debiera producir miedo o compasión. Deduce el poeta que eilo es debido a que la caricatura, como lo cómico en general, nace de una balanceada dialéctica entre nuestra necesidad de sentirnos superiores y nuestra conciencia de ser inferiores. Sin haber leído la sección que Hegel dedica a la comedia antigua en su Fenomenología del espíritu, Baudelaire llega a parecidas conclusiones.
Creo que puede exponerse la cuestión como sigue:
en aquellas culturas en las que aún subsiste un ámbito de autoridad indiscutible, sea la monarquía la divinidad, la naturaleza, o cualquier otro augusto asunto, la caricatura y lo cómico no tienen espacio para significar. Es lo propio de la Ilíada., pero también de la Biblia. Sin embargo, cuanto más reducido es el ámbito del respeto, mayor es el espacio que se abre a la caricatura.
Muchos han sido los ámbitos de respeto clásicos: la ancianidad, los parajes boscosos, la locura, los cementerios, el silencio, los lugares de aparición, los muertos, los hombres y las mujeres sabios, el amor conyugal, el decoro de los hombres públicos, los signos del cielo, la belleza de las mujeres y de los hombres jóvenes, ciertos animales de costumbres discretas, un número limitado de árboles... los respetos han variado mucho según las épocas y las repúblicas.

Pero nuestro tiempo no considera que quede ámbito alguno de respeto porque vivimos en el convencimiento de que todo sin excepción cae bajo nuestra fuerza de transformación y nuestra voluntad de poder, como se leerá en ci artículo ESPECTÁCULO. Dicho con mayor propiedad: aun cuando siga cayendo fuera de nuestro control lo mismo de siempre (la vejez, la muerte, el dolor, la belleza, el sentido, el silencio, etc.), no podemos ya admitir tan sencilla verdad. Nos sentimos tan frágiles que si dudáramos un solo instante de nuestra omnipotencia, nos disolveríamos como ectoplasmas a la luz del sol.
Esa necesidad de la convicción de omnipotencí4, sin la cual nuestras sociedades se paralizarían para proceder luego a una destrucción espeluznante, nos obliga a un sentimiento tal de superioridad, que no deja lugar para ningún respeto. Por lo tanto, toda representación ha de ser caricatural, si es verdadera. Y sólo se puede huir de ella por la vía formal, abstracta, geométrica o serial, es decir, insignificante.
La caricatura es el modo dominante de la expresión artística del siglo xx porque es el más adecuado para el escomendrijo urbano-demócrata con el que se componen por adición las informes masas de televidentes beneficiadas con dosis de votación cuatrianuales. Y comprendo que acabo de hacer una caricatura del hombre contemporáneo, pero es que estoy diciendo la verdad. Nuestra verdad.

CATÁLOGO.El catálogo es una novedad reciente en el mundo de las artes. Aunque se llamen así, los modernos catálogos no son exactamente catálogos. El catálogo verdadero remíte a un ordenamiento; en su origen de personas y cosas. Kta y Logos tenían en la antigua Grecia un sentido similar al. de «poner unos detrás de otros los nombres de algunas personas o cosas para facilitar su búsqueda». Según Corominas, la primera mención española de 1353 todavía mantenía el mismo sentido.
Pero el catálogo actual no persigue facilitar una búsqueda (lo que todavía cumplen los catálogos bibliográficos), sino que tiene como finalidad principal la de dejar constancia de que en algún momento, en un corte comprobable dçl fluido temporal se ha producido un acontecimiento «artístico».
El moderno catálogo cumple la función que antafio tenía el monumentum, la inscripción o la construcción que daba forma de relato al decurso histórico, organizándolo en capítulos, con el fin de que el caos del fluido temporal simulara tener un orden y no angustiara más de lo imprescindible.
La cada vez mayor avidez por los catálogos, la demanda incesante de los mismos, ha dado lugar a una notable industria, similar a la de aquellos colosales talleres funerarios que producían estelas y todo tipo de productos funebres en la Roma imperial.
El catálogo actual, en tanto que monumento funerario, introduce una nota mínima de racionalidad en el fluir repetitivo de las artes convertidas en ritual religioso de masas. Es indudable que los visitantes de museos y exposiciones se reducirían y quizá llegarían a extinguirse si no pudieran comprobar personalmente la existencia de catálogos. No es preciso que los compren, ni mucho menos que los lean. Basta con que se percaten de su presencia física en grandes montones y a precios elevados.
Pocas veces se ha escrito con tanta sinceridad sobre la creciente importancia del catálogo como en un comentario de Elizabeth Cowling, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Edimburgo, a la exposición «Monet to Matisse» que tuvo lugar en. la Galería Nacional Escocesa. Tras lamentar que dos pinturas, una de Seurat y la otra de Signac, de valores muy diversos, se presentaran juntas en el mismo muro, añade:
Las ventajas del catálogo sobre las telas verdaderas es evidente e irá aumentando con el tiempo hasta el punto de que no son ya impensables las exposiciones exclusivamente constituidas por el catálogo. El ahorro de los patrocinadores sería enorme y la comodidad de ios visitantes mucho mayor. Por. si fuera poco, en el catálogo, como escribe sagazmente la profesora británica, se disimula el escaso interés de algunas de las obras expuestas. En un catálogo todo es mucho mejor que al natural.
Ningún discurso añadido les dará la palabra que no tienen.
Pero no hay que engañarse; a pesar de todo la representación figurativa necesita el catálogo exactamente igual que la no figurativa como hemos dicho ya a propósito de dos exposiciones figurativas la de Velázquez y la de Poussin. Porque lo que garantiza el catálogo es la historicidad del acontecimiento, y no su «comprensión». O, dicho de un modo más simple, garantiza que el acontecirniento dé sentido a nuestra vida en sociedad porque hemos estado allí en donde se producía el suceso.
Y quizá también porque las obras de arte actuales no se proponen la perduración, no incluyen signo alguno de voluntad de eternidad, y por lo tanto su carácter efímero y transitorio ocupa todo el escenario. Sólo el catálogo prolonga discreta y brevemente la existencia de estas obras de arte.
En todas las representaciones artísticas premodernas iba fnsita una voluntad de eternidad. Y si las obras de arte admitían su insignificancia y se presentaban como objetos efímeros y momentáneos, entonces sabíamos que no estábamos ante obras de arte sino ante objetos decorativos.
Sin embargo la mayoría de los productos actuales que se presentan como obras de arte admiten que son efímeros y transitorios, que son un efecto y un signo del instante y del momento, y que no pretenden durar más allá de unos pocos años, cuando no unos pocos meses.
Si a un artista actual se le pregunta qué aspecto de su obra seguirá interesando dentro de cincuenta años, responderá que no lo. Sabe (y lo hará con una cierta impaciencia), pero cualquier artista de los últimos cuatro mil años anteriores a la Revolución francesa habría contestado convincentemente, con absoluta precisión y naturalidad.
Hay una íntima convicción de los artistas, de la crítica, de los aficionados actuales según la cual lo perdurable e instructivo es el catálogo. A semejanza de las estelas fúnebres, el catálogo atestigua que en tal año y lugar se extinguió (o nació, es intercambiable) una obra de arte destinada por el artista a vivir un solo verano.
Los grandes catálogos, los grandes cementerios, como el de Tpies, traen todos los acontecimientos reseñados. Son pirámides.
Como los monumentos, también el catálogo garantiza que en un peculiar cruce dl tiempo y deI espacio se produjo una memorable batalla de la que nadie recuerda ya nada. Aun cuando ya no podemos hablar con los héroes muertos, bien podemos leer sus nombres en los catálogos fúnebres.
Así pues, celebre muchos años este escrito la memoria de ios hombres y mujeres que, conmovidos por algún aspecto de la exposición de Jana Sterbak, modificaron su conducta y ayudaron a construir un mundo que, a diferencia del actual, no avergüence incluso a los chacales.
Algunas semanas después de entregado el texto del catálogo, recibí una carta en la que los responsables de la exposición me proponían sustituir las páginas que el lector acaba de leer por otras aún más interesante:
«Creemos que sería importante incluir el extracto que te adjuntamos de tu Historia de un idiota. Este texto sustituiría al anterior que escribiste sobre Jana (dos escritos del mismo autor en un único catálogo sería tal vez demasiado).»
Era, sin duda, demasiado. De modo que acepté encantado la sustitución de un texto por otro. Así, el artículo del diccionario que habría sido un prólogo de catálogo sobre los prólogos de catálogos quedaba amputado de su función coyuntural y era enteramente libre.
Me quedaba por decidir si la bibliografía debía o no documentar el proceso que había permitido no mentir a propósito de catálogos. Finalmente he decidido que sí. El sustento de este artículo sigue siendo, a pesar de todo, un catálogo en el cual no figura. O en el que quizá figura demasiado.



COLOR. Es difícil escapar a la convicción de que los colores no son nada más que un espectro de nombres. Cada cultura nombra sus colores de un modo distinto y nunca coinciden. Los griegos y romanos, por ejemplo, nunca vieron el mar de color azul; o bien era oinopos, o sea, color de vino, o bien era caeruleus, que viene a ser un verde oscuro. Los colores son engañosos y no en vano Iris es la madre de Eros, el dios estéril cuya actividad se reduce a complicar la existencia de los mortales atrayéndolos entre sí con varia fortuna.
Quizá por ello la filosofía siempre ha detestado los colores. Como afirma Brusatin en su hermético tratado: «Todos los sabios dotados de talento filosófico han observado los colores con una mirada desconfiada porque encarnan las leyes de la mutación, de la novedad, de la seducción, lo imprevisto del fenómeno contrariante y del destino efimero.»
Los colores no son cuerpos, son figuras, acaba afirmando Brusatin. Aunque parezca mentira, cuando un español dice «verde» está imaginando un color muy distinto al que imagina un inglés cuando dice yeen. Ello se entiende mejor si pensamos, por ejemplo, en lo que debe de imaginar un sahariano cuando dice «verde» en su idioma, o lo que imagina un esquimal cuando dice «blanco». De hecho, según parece, un esquimal distingue hasta doce calidades de «blanco», por lo que es de suponer que nuestro color «blanco» apenas debe dar nada para imaginar a un esquimal.
La ciencia distingue cuatro modos de abordar el color: como pigmento, como luz, como sensación y como información. El color no está en las cosas, sino en la relación entre las cosas y nosotros. Es una sensación in— comunicable, pero también es una información:
La función primigenia del color es la de signflcar conceptos para, unido a ellos, fundamentar el proceso de comunicación visual entre el individuo y el ambiente fisico; proceso presente en la interrel.ación de la flor con el insecto, o en la de una «imagen» de alta resolución y el cerebro de su espectador (J. C. Sanz).
Así habla la ciencia, para la cual el color es una señal que nos permite ordenar el entorno en el que debemos sobrevivir: el culo rojo del babuino o la cola irisada del pavo real son meras señales de orientación sexual en nada distintas del vello púbico de los humanos. El color construye el entorno físico, pero es imposible saber cómo lo ve cada cual. La verbalización es muy poco eficaz. Sólo el arte de la pintura inventa el color del mundo para nosotros. No sabemos si el verdirrojo que aparece en una naturaleza muerta de Cézanne es el mismo para todo el mundo, probablemente no, pero la pintura hace con el color (en realidad, con el color en tanto que luz, ya que las composiciones en blanco y negro son tan «pictóricas» como las multicoloreadas) lo que la música con el sonido: convertirlos en significados. La pintura nos libera del sometimiento al color con que nos encadenamos al nacer.
El origen de algunos nombres de colores es muy curioso e instructivo: buena parte de los colores que hoy caen dentro del espectro «amarillo» reciben su nombre gracias a los escritos de medicina clásica. En los apartados sobre análisis de orina se hacen docenas de matizaciones que van desde el amarillo de las cervezas ligeras, al zumo sangriento de la naranja roja. Los artesanos del tinte, gremio mal considerado y excluido de la ciudad medieval no sólo por los hedores que producía sino también por trabajar con materiales impuros, hacían la ronda de las tabernas recogiendo en ligeras vasijas de barro la orina de los borrachos para decantar los pigmentos de óxido y naranja que requerían sus paños más caros.
El carmesí es el tinte conseguido a partir del kermés lidio (coccus ilicis), un insecto; el púrpura se consigue machacando cefalópodos fenicios (murex trunculus); el rojo europeo viene de la flor de granza, de donde toma su origen la palabra «garantía»; el minio es el rojo mercurial, y los hijos del cinabrio y del minio son los libros «miniados» y las «miniaturas»; el azul ultramarino no es el color de alta mar, sino el que viene de ultramar, es decir, de la India: el lapislázuli. No hay colores: hay vicisitudes de los colores pues cada uno de ellos tiene su propia biografía. También los hay difuntos: uno de los más bellos colores jamás hallado es el pullus, un color muerto, desaparecido, y que al parecer correspondía al resplandor del lomo en las liebres huidizas.
Más interesante aún, pero demasiado filosófico para disputarlo aquí, es el asunto de si, se llamen como se llamen, vemos todos los mismos colores cuando miramos algo de color. Por ejemplo: un español, un francés y un italiano miran el mar en recogido trío. El español dice que el mar es verde oscuro, el francés dice que es azul humo, y el italiano dice que es gris opalino. ¿Quién tiene razón? Es imposible saberlo, los colores están cargados de significados secretos porque no están en la naturaleza, como el oxígeno, sino en el puente tendido entre nuestro intelecto y el mundo. El color es una herramienta para la producción de significado, como el habla.
Los tiempos modernos, como en todo, son excesivos. A partir de la invención y desarrollo de los colorantes químicos la catalogación de los colores industriales se convirtió en una tortura: el tratado de Chevreuil (1864), que tiene un uso puramente técnico, distingue ya 14 000 tonalidades. Pero la aparición de coloraciones que no se eñcuentran encerradas en las entrafias de un insecto, en la oriria de los beodos o en los diminutos cristales del cinabrio abrió el terrorífico vacío de la invención sin fin.
Es claro, además, que los tintes electrónicos están formando a las masas con un sentido totalmente nuevo del color. Los jóvenes nacidos después de 1970 son incapaces de apreciar determinadas tonalidades del gris que sus padres distinguen sin problemas gracias al aprendizaje que supuso el cine y la fotografía en blanco y negro. En justa compensación, un joven distingue de inmediato las múltiples tonalidades del rojo sangre (tan distinto del rojo Coca-Cola o del rojo Winston), que sus padres confunden bajo un mismo apartado de «rojo» casi siempre leninista. Las revistas ilustradas, que tan enorme influencia han ejercido y’ siguen ejerciendo entre las masas menos cultas, sólo utilizan cuatro colores (llamados «estándares de configuración cromática»): el magenta, el amarillo, el cy-an y el negro. Tal es el fondo romo y beocio de las cuatricromías.
El color es un abismo en el que se han precipitado cerebros muy notables, como el de Wittgenstein, cuyo último trabajo, las Observaciones sobre los colores, posiblemente aceleró su muerte. Cuando el día 29 de abril de 1951 se apagó su luminoso espíritu, estaba aún tomando apuntes sobre el color. A Wittgenstein le asom— braba que un asunto tan enigmático hubiera sido tan escasamente reflexionado por la filosofía. Vestir como lo hacemos los hombres modernos, sin usar apenas el color, es un resultado del puritanismo de las sociedades tecnocráticas, empeñadas en dar un toque de severidad a todo lo que controlan. El color sóio se admite «en broma», cuando lo llevan los deportistas, la gente inmadura, los nífios, o los invertidos. Y las mujeres, evidentemente. Es triste, sin embargo, que cuando aparece el color masivamente lo haga con tan poca gracia: nada hay tan gris como el desfile de ociosos en ropa llamada deportiva, un domingo cualquiera en una ciudad cualquiera: amarillos biliosos, rosas cerebrales, verdes vejiga, envolviendo cuerpos destruidos por la desesperación y el odio. ¿Y esos ciclistas urbanos, y esos patinadores industriales cuyo narcisismo se ilustra con la peor gama inventada por teñidores mentalmente enfermos?
La extinción del color es un efecto típico de las sociedades autoritarias. Y el horror ante un estallido de color es síntoma de espíritu represivo. Séneca, por ejemplo, se quejaba del subido tono de color que había tomado la pintura de su tiempo, influida (decía) por los usos orientaLes, los cuales estaban «corrompiendo el gusto». En la gran disputa barroca entre partidarios de la línea y partidarios del color, los defensores del color eran los defensores de la pasión, frente a los defensores de la línea, que eran los defensores de la idea, de la concepción intelectual.
Kandinsky distinguía los colores corporales (la familia de los amarillos) de los colores espirituales (la familia de los azules). Los Nazarenos escribieron espesos tratados para demostrar que Alemania era de color amarillo, azul y verde. No hay artista, de Da Vinci a Delacroix, de Durero a Goya, que no haya dejado noticia de sus invenciones cromáticas. Son notas de un lirismo tan inmediato que nos hacen sonreír. Pero sobre ellas descansa la posibilidad misma de la pintura porque los colores no son cuerpos, sino figuras, según he anotado al comienzo, y un pintor sin su propia y original leyenda cromática, sin un color significador del mundo, un color capaz de hacer mundo, carece de todo interés. No existe.

CRÍTICO. Pero el crítico es un individuo de especie distinta. Hasta hace relativamente pocos años sólo se conocían dos tipos de crítico, el de toros y el de teatro. Luego se han multiplicado y en la actualidad hay críticos de libros (casi todos dedicados obsesivamente a la novela), de cine, de televisión, de fútbol, de alta costura, de gastronomía, de conciertos y de todo lo imaginable. En un periódico de Madrid hay incluso un crítico de misas.
El crítico, a diferencia del sabio que lo sabe todo y del profesor que sabe algo, no sabe absolutamente nada, pero está informado. Su información le permite dar cuenta (a favor o en contra, nunca objetivamente, nunca informativamente) de lo que se va produciendo. Su información atiende a lo actual: es un experto en actualidades. Si una obra de arte le parece actual dice que es buena; si le parece inactual dice que es mala. Con ello consigue alabar tan sólo aquello que carecerá de interés al cabo de un par de meses.
Este fenómeno, a saber, que todo lo alabado por la crítica es transitorio y carece del menor valor no actual, y que casi todo lo denigrado y olvidado por la crítica tiene posibilidades de permanecer (pero tampoco todo: no hay que darse facilidades), constituye un tópico de la modernidad desde Baudelaire, comprobado en miles y miles de ejemplos, y muy bien argumentado por pensadores y sabios como Walter Benjamin o Martin Heidegger. Pero eso no ha hecho perder ni un centímetro de poder, ni un gramo de aplomo a los críticos, sino todo lo contrario. ¿Por qué?
Está muy bien explicado en ios artículos de crítica de Baudelaire, uno de los mejores críticos que jamás hayan existido y cuyos errores (declarar a Constantin Guys como, ci mejor pintor del momento y no mencionar a Manet, por ejemplo) son también de los mejores que ha producido la crítica.
Baudelaire se percató de que la crítica era la verdadera constructora del puro presente y que, por lo tanto, el crítico habitaba en la más completa instantaneidad o vacío. El crítico, uno de los pilares del periodismo, es el sustentador de la nada cotidiana, la cual, de no ser por el crítico y los periodistas, tendría dificultades para ser percibida. El crítico es una criatura del nihilismo, con mando en el mantenimiento de la nada. Es uno de los mayores fabricantes de nada, en una sociedad con un insaciable apetito de naderías.
Este juicio, que no es un juicio crítico, fue más tarde desarrollado con brillantez por uno de los más grandes periodistas modernos, Karl Kraus. Construir la nada, el abismo del puro instante presente, como lo verdaderamente esencial, ocultando de ese modo la temporalidad y lo real, tal es la titánica obra del crítico y del periodista. Kraus, sin embargo, por ser él mismo un crítico y un periodista, no podía ni imaginar que esa ocultación iba a ser lo único real de nuestras sociedades.
El poder que han acumulado los críticos y los periodistas en los últimos treinta años no es sino la constatación de que su labor ha tenido un éxito rotundo y en este momento son los críticos de las diversas artes, sin duda, quienes construyen las artes, y los periodistas quienes construyen la realidad. Y no hay más arte ni más realidad que la por ellos sancionada.
Véase, a modo de constatación, el avatar de la crítica artística americana de los últimos treinta años.
Acabada la segunda gran guerra, los americanos tomaron la iniciativa de casi todo y se quedaron (también) con el mercado artístico. Los críticos estadounidenses, que hasta aquel momento habían sido caballeros con una gardenia en el ojal e imitadores mediocres de George Sanders en All about Eve, se convirtieron en lo que un perspicaz profesor norteamericano ha denominado «el control de calidad» de los marchantes. Entre 1950 y 1960, los críticos seleccionaban los cuarenta principales de la pintura y justificaban su elección con artículos bien escritos y cultos.
Desde la sombra, asumían la responsabilidad de los precios, pero no participaban directamente en los beneficios; habría sido una grosería. La tradición del connaisseur aristocrático no se había extinguido todavía.
Pero a los formalistas les nacieron los minimalistas, los conceptuales, los neo-dada, los instaladores en general y otros movimientos no sólo enemigos del mercado sino contrarios a la concepción de la obra de arte como objeto de venta. Entre 1960 y 1980, las artes se convirtieron en el más furibundo discurso moral de la conciencia occidental y durante veinte años de neovanguardias los artistas lucharon contra la guerra de Vietnam, contra los sindicatos franceses, a favor de Mao Zedong, contra los museos (jvaya éxito!), contra la pintura y la escultura, contra las galerías de arte, contra la calidad, contra el prestigio, contra el talento, contra el oficio, contra las escuelas, y contra prácticamente todo menos contra, la crítica y el periodismo.
De hecho, los críticos y los periodistas se habían convertido a su vez en artistas, o los artistas se habían convertido en críticos y periodistas e iban por esos mundos predicando la moral artística, a veces a flivor de unos, a veces a favor de otros, siempre a favor de sí mismos. Uno de los últimos representantes de aquella crítica, Beuys, que hizo un poco de todo desde comunismo a ecologismo, pero siempre del modo mis aburrido posible, logró sobrevivir hasta los años noventa y todavía quedan moralistas que se lo toman al pie de la letra.
Pero se trata de una excepción; la abundancia dineraria de los años ochenta había ya transfigurado a aquellos críticos y periodistas metidos a conceptuales, minimalistas e instaladores. El regreso del dinero y de la pintura, gracias a la brocha de los italianos y alemanes neoexpresionistas y neofigurativos, siempre neo- algo para que se advirtiera que estábamos de nuevo ante una novedad, inspiró a ios críticos de la noche a la mañana y los convirtió en directores de galerías y museos.
Vender pintura en los años ochenta ya no era pecado, de manera que los críticos podían volver a ejercer su control de calidad, pero habían ganado tanto poder en los últimos veinte años como para exigir el ejercicio de ese control cobrando un porcentaje de las ventas y tomando para sí todo el protagonismo mediático, una palabra que se inventó en aquellos años. Así aparecieron los críticos mediáticos para ampliar al campo de la televisión su ya enorme poder. Organizaron exposiciones en los museos y en las galerías, encargaron miles de catálogos, organizaron exposiciones para los ayuntamientos y diputaciones, municipios y condados, firmas de bolsos y compañías aéreas, encargaron miles de catálogos. Salieron en todas las televisiones con el catálogo en la mano. O con el pintor en una mano y ci catálogo en la otra.
El último capítulo de esta historia, a saber, el derrumbe financiero de los años noventa al que tanto contribuyeron los críticos, los catálogos y los periodistas, no ha concluido todavía, pero puede describirse el nuevo avatar de los críticos y periodistas diciendo que los mejor colocados han pasado a dirigir grandes consorcios financieros y todos los demás son ahora funcionarios del Estado a quien aconsejan en materia cultural y artística. Siguen haciendo catálogos.


CUADRO. Con frecuencia se identifica el arte de la pintura con el arte de pintar cuadros. Sin embargo la pintura de «cuadros», es decir, de caballete, es sólo una porción, bien que considerable, del arte pictórico.
El malentendido se sostiene por efecto del museo, el cual sólo muestra una ínfima parte del arte pictórico: aquel que se puede colgar de la pared. Siendo así que una gran mayoría de personas no ha visto en su vida más pintura que la del museo, o peor ai.in, la que se
reproduce en los libros y las revistas, es comprensible que una gran mayoría de personas sufra un error monumental. No hay «cuadros» antes del siglo xiv en términos generales; o, si se prefiere, en tanto que concepto, no existe el cuadro autónomo. Hasta ese siglo, con algunas
excepciones como los iconos bizantinos, la pintura se realizaba sobre los muros del templo si era de gran for mat e importancia, o entre las páginas de un libro si se trataba de una estampa. De manera que no cabía la menor duda: la pintura estaba al servicio de la arqui tectur o de la letra; el pintor tenía por obligación aña di su parte a una construcción más vasta, hiera ésta un edificio o un discurso lingüístico en el que su pin tur actuaba como simple elemento de refuerzo. La pintura no era soberana. Pero entre el siglo xiv y el
XVI alcanza su plena soberanía mediante una rapidísimaconversión en mercancía de fácil traslado.
Así lo explica Francastel, en un breve resumen del completísimo proceso:
A comienzos del siglo XVI ya se observan en Venecia
algunas colecciones privadas de pintura, en tanto que du rant todo el siglo XI7 la pintura aún cumplía con su pa pe tradicional de decoración: las pinturas iban destinadas
de antemano a un emplazamiento preciso. La d4ftrencia
• es esencial. Mientras que la pintura concebida como or nament realza la capilla, la iglesia, el altar o el salón (y por lo tanto el «cuadro» se concibe según la frnción adçcríta en el encargo), en el caso de la colección es el propio cuadro lo que debe ser realz.ado: debe instalarse allí en donde brille con mayor intensidad. A partir de ese momento, el cuadro cambia de naturaleza: de objeto costoso pasa a ser objeto precioso. Y como tal, se comercializa. Mientras la pintura se mantuvo atada al lugar de su destino en la mentalidad general, nadie pudo pensar que podía cambiar de lugar, y, por lo tanto, circular de mano en mano. Pero a partir del momento en que se concibe el cuadro como un valor en sí, independiente del lugar donde se encuentre, su comercialización no sólo era posible sino inevitable.
Si creemos a Francastel, únicamente en época muy reciente conquistó la pintura el derecho a ser vista corno algo autosuficiente. Las consecuencias de ese acceso a la libertad y a la autonomía han sido tremendas.
El arte de la pintura es sobre todo un arte de la luz (y no del pigmento, como suele creerse) y por lo tanto sus efectos son similares aunque el soporte sea un textil (tapiz), un muro (fresco), fragmentos minerales coloreados (mosaico), papiros, vidrios, madera, loza... Sólo muy tarde la tela preparada para la pintura al óleo se convierte en ci soporte dominante y más popular.
Es curioso que entre el muro de piedra pintado al fresco y la tela sobre caballete, haya un largo periodo en el que la pintura se sostiene sobre la madera en forma de retablo, como si al arrancarse del templo y de la construcción se hubiera llevado, como memoria, una reproducción del templo en miniatura. Pero pronto se sacudiría ese resto de arquitectura de los hombros, y se instalaría sobre un caballete, exactamente igual que la libélula se aposenta sobre el nenúfar una vez se ha librado del cascarón que la mantuvo presa.
Quien dice sobre ci caballete dice «como un recorte de visibilidad en la ceguera de la vivienda», pues tal era el cuadro en su concepción renacentista: un pedazo de mundo visible instalado en el interior de la estancia.
Pero el fragmento de visualidad enmarcado por el cuadro poseía leyes de construcción propias, independientes de las leyes del soporte arquitectónico (aunque todavía sometidas al soporte lingüístico), por lo que puede afirmarse que la pintura había accedido a su (primera) autonomía tras hacerse «cuadro».
Entre 1300 y 1900, el arte de la pintura se consüme en una brillante explosión (o, más bien, implosión); un viaje por el laberinto de su propia esencia que arranca con los apolíneos ciudadanos de la Toscana retrocediendo hasta Grecia en busca de la veriLidera pintura, y acaba en ios desdichados sujetos de Goya fusilados frente a un fanal, como si la última justificación de la pintura fuera prestar un testimonio histórico para el que no está acondicionada, pero sí bien iluminada.
Todos sabemos lo que sucedió después de Goya. Los viajes arriba y abajo de la pintura, dentro de la historia de la pintura, se aceleraron hasta alcanzar tal ritmo que en los últimos cuarenta años la pintura ha recorrido cien o doscientas veces la historia de la pintura de ios últimos cuarenta años. Algunos pintores, como Picasso, han recorrido ellos solos diez o doce veces toda la historia de la pintura, una proeza sólo igualada por Stravinski, quien ha recorrido la historia de la música desde Perotin hasta Webern en cada una de sus composiciones. Otros, como Duchamp, simplemente han esbozado una mueca sardónica y carísima antes de abolir mil años de pintura de un manotazo. La convicción actual de casi todo aficionado a la pintura es la de que vivimos en una paralización por exceso de velocidad. La tortuga del destino ha alcanzado al Aquiles de la irresponsabilidad.
Porque lo asombroso del proceso de autonomía es que la pintura, una vez instalada sobre el caballete, siguió adelante impulsada por la inercia de su voluntad de poder, y procedió a romper su autodefinición con el fin de hacerse autónoma también del lenguaje. En un salto suicicla, abandonó el cierre del cuadro y se apoderó de los muros que lo encerraban. Tras una perfecta inversión de las jerarquías, fue la propia pintura la que pasó a dominar y determinar el espacio arquitectónico y a construirlo según sus propias leyes, ajenas a toda imitación de objetos, o representación mimética.
Este prodigio, iniciado por los fundadores de la abstracción pictórica pero realizado por primera vez por Theo Van Doesburg en 1928 con su proyecto de la Aubee, se consolidó tras la aportación de los constructivistas rusos y la Bauhaus de 1920-1930. Movimientos ya explícita y conscientemente dirigidos a la destrucción de la pintura, la cual debía pasar a dominar los programas de producción industrial para masas, olvidando su pasado «romántico», en palabras de Tatlin.
Su último capítulo, una vez concluido ci sueño imperial-industrial, son las actuales performances, instalaciones y environnements, meras posesiones escenográficas del espacio arquitectónico. La pintura no ha podido ejercer su dominio, pero ha conseguido destruir el dominio ajeno.
Si en algún momento renace la sujeción de la pintura a un discurso que le preste sentido y justificación (regreso que puede acaecer por caminos insospechados, como ios que la electrónica está abriendo), es posible que la pintura recupere su ámbito de proposición y regrese allí de donde nunca debió salir: a la luz.

ESCULTURA. En su «Salón de 1846» Baudelaire en- cabeza uno de los comentarios a la exposición con el siguiente título: «Por qué es tan aburrida la escultura» El escultor Rodin se encargó de agitar un poco el panorama y alargó la vida de un arte que parecía extenuado a mediados del siglo XIX, pero veamos primero los argumentos de Baudelaire.
Para el sagaz crítico y poeta la escultura es un arte anterior a la pintura, al mismo tiempo más simple y más difícil que la pintura. Más simple porque la escultura de una silla es una silla en la que todo el mundo tiene tendencia a sentarse hasta que el guardián del museo nos advierte que estamos sentados sobre una obra de arte; pero la pintura de una silla es, en tanto que cosa, a todo tirar, una bandeja. Nadie en su sano juicio pretendería sentarse en la pintura de una silla. La inmediatez de la escultura que hace de la escultura de un pato algo que engaña incluso a los patos, es lo que permite a todo el mundo comprender de inmediato lo esculpido. Eso no sucede con lo pintado, pues se requiere un cierto grado de educación visual para aceptar la bidimensionalidad, la trampa de la pintura.
Hay anécdotas muy celebradas que cuentan cómo un rajá hindú en su primera visita oficial a la Gran Bretaña confundió un retrato de la reina Victoria que acababan de regalarle con una panorámica de la ciudad de Londres, lo que ofendió considerablemente a la soberana. Es algo que no habría sucedido de haberle regalado al rajá una escultura.
Los escultores modernos han tratado de escapar a la mimesis inmediata de la escultura, produciendo piezas «que no imitan nada», y sin percatarse se han puesto a competir con la pintura. Para su consuelo, la pintura ha renunciado al marco del cuadro y a la definición renacentista del mismo, y ha saltado a ocupar toda la estancia con instalaciones, environnements y asuntos semej antes. Pintura y escultura, hoy por hoy, son indiscernibles porque de tanto envidiarse e imitarse han ido a dar en un híbrido que no consuela a nadie.
El segundo elemento es aún más interesante: a diferencia de la pintura, la escultura carece de punto de vista; el espectador puede tomar la posición que le plazca y aún mirar a la escultura desde un balcón. Eso quiere decir que el escultor, a diferencia del pintor, no controla el resultado de su mirada. Incluso un efecto de luz, escribe el perspicaz Baudelaire, puede añadir o quitar matices a la escultura. El escultor no es tan
dueño del resultado de su trabajo como el pintor, pero los escultores. modernos han tratado de imponer su punto de vista como si fueran pintores. De hecho, tal ha sido una de las reivindicaciones de la escultura del siglo veinte.
Como era de esperar, de ello se da cuenta inmediatamente el espectador, y reacciona con despecho. Ante una escultura el espectador quiere ser libre y que nadie le dicte (y mucho menos el escultor) desde dónde tiene que mirarla. El espectador quiere dar vueltas a su alrededor, ponerse en cuclillas, ladearse a derecha e izquierda y hacer mil gimnasias, sin las cuales no tiene ninguna gracia mirar esculturas.
El tercer elemento, fue autónoma en sus comienzos, cuando representaba dioses y demonios de las tribus primitivas, pero luego siempre se ha sujetado a la arquitectura, sea en forma de cariátide, de friso o de santo en hornacina. Sin embargo, en su momento final la escultura se independiza y no sabe qué hacer con su espacio, porque un saloncito burgués, un despacho de notario, o un apartamento de la costa no son lugares demasiado propicios para la escultura. La consecuencia es desoladora: la escultura depende totalmente de la administración pública y de los grandes espacios que ella controla, o bien, de los organismos financieros con una potencia espacial equivalente a la del Estado.
Resulta muy sorprendente (demasiado) que Baudelaire descubriera por su cuenta los tres elementos de la escultura que Hegel daba como esenciales en sus lecciones sobre la estética filosófica. Sospechamos que Baudelaire tuvo un informador, un avispado hegeliano primerizo. Pero no importa, el caso es que comprendió con exactitud la naturaleza del problema; las causas del aburrimiento producido por la escultura de su época. Y las causas eran, claro está, que la escultura había renunciado a ser escultura por envidia de la pintura y por falta de espacio en donde colocarse. Una escultura sin espacio es como un reloj sin manecillas, muy poca cosa.
Si resumimos la opinión de Baudelaire en 1846 podemos decir que el escultor moderno en el último siglo ha renegado de la imitación, trata de imponer un punto de vista personal y subjetivo, y trabaja para un espacio doméstico. De hecho, ha renunciado a las tres características fundamentales de la escultura, menos cuando le cae un encargo del Estado, de un banco, de un ayuntamiento, de una comunidad autónoma, etcétera. Pero, claro, cualquiera dice la verdad con un cliente así...
El resultado no podía ser otro que el aburrimiento. En sus mejores momentos, la escultura actual se aproxima al tótem primitivo y nos inspira nostalgia y ternura, pero nunca se aproxima a la cariátide, al friso, o al guerrero gótico. Ni siquiera a Rodin, quien, con el máximo talento, aproximó todo lo posible la escultura a la pintura, esculpiendo sus volúmenes «a pinceladas», con lo que alargó unos años la vida de un arte que había perdido su espacio. Un Rodin queda muy bien encima del piano. Está demostrado que si no hay piano, no queda tan bien.
Últimamente las cosas no han cambiado mucho. El sucesor de Rodin, en comentario de Julian Bell a propósito de la exposición de la Tate Gallery en 1994, amplió ci campo de lo esculpible precisamente porque le importaba muy poco la escultura; Picasso revolucionó la escultura porque su pintura envidiaba la tridimensionalidad.
Aunque Beil no lo sugiera, lo que Picasso regaló a la escultura fue su prolongación mediante un rizoma, dentro del vivero de la pintura. Si Rodin esculpió a pinceladas, Picasso pintó a martillazos. Entre ambos salvaron de la jubilación anticipada a los escultores. Cualquiera que vea la escultura de Lichtenstein que adorna el paseo Colón de Barcelona comprenderá cuál ha sido ci resultado de esa postergación de la muerte.
Pero tarde o temprano la escultura regresará a su espacio, que es el que le dicta la arquitectura, y será de nuevo inconcebible una construcción habitable que no repose sobre un programa escultórico. Aunque para conseguirlo los escultores tengan que inventar de nuevo la arquitectura. Posiblemente sea eso lo que están esperando ios arquitectos. Algunos de ellos parecen dispuestos a todo.

ESPECTÁCULO. El concepto de «sociedad del espectáculo» lo puso en circulación, en 1967, Guy Debord, jefe de la Internacional Situacionista y es la hipótesis artística más radical del fin de siglo. Guy Debord se suicidó antes de ayer, el primer día de diciembre de 1994, y me ha parecido que sus descubrimientos debían figurar en este diccionario ya que es uno de los filósofos del fin de la modernidad con más probabilidades de seguir siendo leído en los próximos diez años. Sus tesis, de otra parte, ya no pueden variar demasiado.
En su primer y famosísimo ensayo de 1967, titulado La sociedad del espectáculo, describía Debord a las naciones postindustriales como obras de arte totales en su nivel más bajo, es decir, como obras de entretenimiento y diversión de la calidad más baja y degenerada. El «espectáculo» que exhiben es el reino autocrático de la economía de mercado, una vez ha accedido al estatuto de soberanía irresponsable junto con las nuevas técnicas de gobierno que acompañan a su reinado.
La «irresponsabilidad» se refire, claro está, a que no hay ya mecanismos capaces de exigir responsabilidad ninguna a los dominadores del mercado. En su estadio último, el totalitarismo de mercado carece de negaciones (ni internas ni externas, pues el islam no puede considerarse una negación) por lo que procede a exponerse a sí mismo sin limitación y espectacularmente, sin que nada se interponga entre lo que presenta como verdadero y la verdad. Todo lo que la sociedad del espectáculo presenta, es verdadero, bueno y necesario, por el mero hecho de haber sido presentado.
Aquellos que censuran, critican o pretenden reformar seriamente lo que se presenta, son eliminados de ios medios de formación de masas pero si insisten, son eliminados físicamente. La eliminación fisica, sin embargo, no es casi nunca necesaria y queda como momento arcaico (estalinista, principalmente) de la sociedad del espectáculo.
Lo que Debord llamaba «lo espectacular integrado» se había realizado ya en los años ochenta con particular perfección en Italia y Francia. En los noventa, y cuando Italia comienza un nuevo y más perfecto ciclo de destrucción democrática, España ha entrado en la cola de los países con espectáculo integrado. El momento «integral» es aquel en el que,
dejando aparte una herencia aún considerable, pero destinada a reducirse irremediablemente, de libros y edflcios antiguos (los cuales, sin embargo, son cada vez más seleccionados y puestos en la perspectiva que mejor conviene al espectáculo), ya no existe nada, ni en la cultura ni en la naturaleza, que no haya sido transformado y polucionado según los medios e intereses de la industria. Incluso la genética ya es plenamente accesíble a las fuerzas dominantes de la sociedad.

Con sus taras seculares, España ha alcanzado ya el espectáculo integral, del que da una versión un poco caricaturesca pero de eficaz funcionamiento.
Cuando se produce el espectáculo integral, lo verdadero desaparece y lo falso que aparece,’ aparece como lo único verdadero por ausencia de todo lo demás. Un circuito cerrado y obsesivo de informaciones ocultadoras, falsas o deformadoras convierte a lo falso en lo único verdadero, sin posibilidad de comprobación. La historia se desintegra en presentes puros que no dejan huella. Naturalmente, el pasado es también a-histórico, como se ha podido comprobar con la desaparición de la guerra civil española en España, sobre la cual comienza a dudarse incluso de su existencia (es tambien lo que esta sucediendo con el genocidio naci).
En tales circunstancias, todo cuanto se presenta es arte y todo el arte que se presenta es verdadero. La sociedad ha alcanzado su momento de máxima artisticidad y todo lo que produce es falso pero imposible de comprobar. La comprobación o reprobación sólo podrían venir del personal mediático, pero estos empleados son sumamente prudentes.
Por esta razón, en las cadenas de televisión más férreamente controladas por el poder burocrático se suelen añadir mediciones atmosféricas de la polución, etc., que siempre dan resultados muy buenos para la salud. El «espacio ecológico» de esta sección en el canal catalán TV3 lo financia una de las empresas más polucionadoras del mundo.
En tales sociedades, cuyo modelo administrativo es el de la Mafia, el arte ha alcanzado su máxima racionalidad: el valor artístico lo fija la: venta y punto. Pero no por ello ha terminado la tárea de los artistas:
Desde que el arte ha muerto, sabemos que es sumamente fácil disfrazar de artistas a los policías(...) Arthur Cravan veía venir ese mundo cuando escribía en Maintenant: «Pronto ya no veremos por la calle más que artistas, y dará un trabajo ímprobo encontrar un hombre.»
De manera que los artistas hacen de policías: dicen quién es artista y quién no lo es, o denuncian a los ciudadanos que detestan las obras de arte que ellos producen. Recuerdo al lector que muchos artistas son ahora galeristas, críticos de diario, presentadores de televisión, o simplemente burócratas de la administración del espectáculo. Todos ellos están obligados a mantener el orden en y del arte.
Hace pocos meses, una experta en productos artísticos amenazaba desde los medios de formación de masas a todos aquellos que no apreciaran sus exposiciones como jefa de un ente. Algún díscolo que respondió a sus amenazas fue inmediatamente considerado mal ciudadano y poco patriota. Lo mismo sucedió en Barcelona cuando las autoridades nacionalistas instalaron una piedra del artista Subirachs en la plaza de Cataluña, en donde sigue todavía.
La falsificación generalizada lo convierte a todo en arte. Si lo que se vende como «automóvil de lujo» es un fraude que dura tres años y lo que se vende como «filete de ternera» es veneno hormonal, resulta a todas luces lógico suponer que lo que se vende como «arte actual» o incluso como «arte de vanguardia» no ha de ser otra cosa que la falsificaéión del arte convertida en verdad por ausencia de arte verdadero.
No todo ha de ser negativo, sin embargo: con el desarrollo de la sociedad del espectáculo crece inexorablemente un sistema de autodestrucción imprevisible e incontrolado, ya que, como sucede en todas las mafias, no existen mecanismos de renovación que no pasen por la liquidación física del jefe, del heredero, de ambos, o de los organismos por ellos controlados. Es de suponer, por lo tanto, que entramos en un periodo histórico de extrema violencia que ya se ha inaugurado en el subcontinente ruso, cuyas actuales convulsiones no son, como cree mucho columnista postestalinista, el comienzo de un futuro orden, sino el anuncio del desorden que se nos viene encima. Quizá por eso se suicidó Debord antes de ayer.

FIGURATIVO. Dícese de toda pintura, escultura o, en general, representación compuesta para la vísta en la que aparecen figuras de hombres, mujeres, niños, animales, vegetales, minerales, paisajes, los fenómenos meteorológicos a ellos asociados, utensifios, objetos naturales y artificiales, en fin, los seres orgánicos e inorgánicos cuyos nombres se encuentran en los diccionarios. Es imposible representar figurativamente lo que no se encuentra en ios diccionarios. Ése es el motivo de la invención de la pintura no figurativa.
Lo no figurativo, que no es abstraccion,se ocupa el indescriptible espacio que rodea a los entes citados en el párrafo anterior, aquellos que escapan a los diccionarios. Lo no figurativo puede ejecutar obras de alta racionalidad, como los ornamentos geométricos de algunos arpones esquimales, pero también puede producir obras de pura irracionalidad como las pinturas de Pollock y de Tapies. Por ello suele decirse que la pintura no figurativa escapa a los criterios con los que el intelecto ha analizado hasta fecha muy reciente las representaciones visuales. Que la pintura figurativa sea racional y la no figurativa sea irracional o arracional a saber, que no dé presa a las tenazas y calibres de la razón, trae como consecuencia que la gente del común identifique la pintura no figurativa con los instintos, las pulsiones, las pasiones y la animalidad en general. Frente a lo cual la pintura figurativa parecería que le habla a la inteligencia, y sería una pintura plenamente humana y superior, por tanto, a la no figurativa.
Es cierto que la intensidad intelectual puesta en obra por Piero della Francesca, Rembrandt, Goya o Grünewald en sus composiciones, es inmediatamente perceptible si se la compara con la que pueda haber (o no haber) en Schwitters, Fontana, Rothko o Fautrier, en cuyas obras es voluntariamente imperceptible y da la impresión de que el artista avanza a brochazos inconscientes. La presencia del intelecto y de un discurso de la razón, en la pintura no figurativa, sólo se encuentra fuera de la representación: en los discursos racionales adyacentes como los manifiestos, los panfletos, los documentos históricos o las cartas.
Por ello la gente del común suele asociar el esfuerzo fisico y el ardor de las pasiones corporales con los artistas no figurativos que manchan sus telas guiados por una fuerza animal, como Kline. En cambio, los constructores de figuras a la manera de Uccello, Le Brun o Morandi suelen ser, para el común, gente fría, intelectual y poco espontánea.
Este contraste, que puede tolerarse entre gentes sencillas, es inadmisible entre personas cultivadas. La asociación de pulsiones inconscientes y pasiones frenéticas con el artista que no puede encerrar sus emociones y juicios en una figara, que es incapaz de dar forma intelectiva a sus ideas, ‘emociones y juicios, es intolerable. Una carencia es carencia, aunque se presente a sí misma como riqueza.
No es preciso acudir a los expresionistas para encontrar la misma, si no mayor, presencia de la pasión corporal en la representación figurativa que en la no figurativa. Lo relevante es que esa oscura tempestad emocional que agita el ánimo de un artista durante el proceso productivo es perfectamente independiente del resultado. La historia psicológica de la obra de arte es un instrumento inadecuado para su comprensión.
El pintor Nicolas Poussin, quizá el más intelectual de los pintores franceses (que son, de nacimiento, los más intelectuales del globo) escribía a Jacques Stella, quien le había encargado un Camino del Calvario:
Carezco de la buena salud y el ánimo imprescindible para llevar a buen puerto temas tan tristes. La última Crucifixión que pínte’ me dejó enfermo, sufrí lo indecible; pero pintar a Cristo cargando con la Cruz camino del Calvario, acabaría matándome. No podría ya soportar las ideas tenebrosas y severas con las que es necesario conmover el espíritu para obtener resultados elevados en asuntos de tanta gravedad y tan lúgubres. Dispenseme, se lo ruego. (Roma, 1646 aprox.)
Toda obra de arte, si es verdadera, es un trabajo que se acomete con el cuerpo y con sus temibles pulsiones. La razón y el intelecto ponen (si pueden) el horizonte de la figura. Sólo los artistas fundadores son capaces de incluir el horizonte como oriente de su creación, de modo que el cuerpo encuentre un punto de fuga. La mayoría se contenta con aproximarse a la figura, a tientas, dejándola en un más o menos, en una vaguedad simpática, dándole por guía tan sólo alguna pasión corporal; o en nada de nada, impotentes para cerrar el conjunto de ideas que construyen una obra.
Renunciar a la figura puede ser una decisión enjuiciada por el artista (y por el crítico que es hoy un desdoblamiento del artista) como producto de su voluntad. Es, sin embargo, un indudable rasgo de escepticismo intelectual y poquedad lírica. Otra cosa es que la mayoría de las producciones artísticas se hayan resignado a ello y la época tenga el orgullo de sus debilidades. Una abrumadora cantidad de artistas contemporáneos se complacen en exhibir una lamentable debilidad de carácter, arropada en proezas corporales.
Lo mismo, aunque de un modo mucho más complejo, podría argumentarse sobre la poesía. Sería largo explicar que ha sido justamente la resignación a perder la figura en la poesía, lo que ha producido un eco no figurativo en las restantes artes y que así como hay una envidia de la pintura en la escultura, hay una envidia de la musica en la literatura.

FORMA. Pero un color no es una forma ni puede tener forma alguna, ya que no podemos concebir la forma sin su hermano oscuro, el contenido, y el amarillo no tiene más contenido que él amarillo. Algunos matices del amarillo, en cambio, como ese particular matiz que Proust describe en las admirables páginas que dedica a Vermeer en Á la recherche du temps perdu, pueden ser formas porque su propia matización es un contenido. Así podemos decir que el azul de Klein tiene un contenido y es, por lo tanto, una forma de azul, o, en palabras de Pound, que «con usura el esmeralda pierde su Memling», una de las más certeras referencias al contenido de un color. Lo que Sargent reconocía en el amarillo de Van Gogh era su contenido. Aunque, si bien se mira, cada uno de los matices del amarillo es una forma de amarillo, de modo que hay infinitas formas de amarillo.
Una forma sin contenido es como la noche sin día o la vida sin muerte: una navaja sin cuchilla. Muchos textos se han escrito defendiendo la «pura retinalidad» en el análisis de la pintura, de la escultura, de la arquitectura, un análisis que sólo atendería a- la forma y evitaría cualquier análisis de contcnido. Son de un idealismo angelical. Todo aquello en lo que reconocemos una forma nos encierra en la visión de un contenido. Y viceversa. Si alguien identiflca una forma, está reflexionando sobre un contenido. Si alguien concibe un contenido, está dándole una forma.
He aquí, como ejemplo, un fragmento de Timothy Hyman, a mi entender totalmente incomprensible. Se trata de una reseña a la exposición Caspar David Friedrich to Ferdinand Hodier, A Romantic tradition, en la National Gallery de Londres. Tras describir algunas pinturas de Friedrich y comentar la minuciosa pincelada típica del artista alemán, se pregunta, perplejo, la siguiente cuestión:
¿Por qué, dicho sea en gener el romanticismo alemán tiene esa presencia domesticada, sumisa y convencional, que sa4a a la vista en todas las exposiciones tanto en la superficie como en el estilo, y en cambio sus ideas y conceptos son tan vigorosos? (Times Literary Supplement, 26 de agosto de 1994, p. 16.)

Una pintura en la que se puedan separar la «superficie y el estilo» de las «ideas y conceptos» es una pintura incomprensible. O bien simplemente mala. La superficie sólo puede comprenderse como contenido, y los conceptos (aquello que nos permite reconocer algo que no es un sueño privado) no pueden ser otra cosa que las formas. El romanticismo alemán es precisamente eso: una carnicería realizada con pincelada pequeña y minuciosa.
El malentendido sobre la palabra «forma» nace de un cortocircuito de traducciones. Nuestro lenguaje filosófico es en parte una traducción del griego y en parte del alemán. Casi todo el léxico conceptual nos ha llegado de los unos y de los otros, con muy ligeras, casi inexistentes, aportaciones inglesas, francesas, o italianas. Pero la tradición griega y la tradición alemana del concepto de «fórma» son especulares: lo que en una es la derecha, en la otra es la izquierda. Sin embargo, los traductores han traducido las palabras, no los conceptos, y «la forma», según sea de ascendencia griega o alemana, hace referencia a cosas distintas.
Aun cuando en la época arcaica el término eidos, «idea», había significado todo lo contrario (junto con el término morphé designaba el aspecto sensible externo de las cosas), tras la enseñanza de Platón la forma es el eidos, la «idea» o esencia invisible de un objeto, y es
ella la que le hace ser lo que es porque es aquello que permanece; en contraste con su materia, la cual es visible y evidente pero participa de innumerables formas y se desmigaja y deshace con el tiempo. Desde Platón, la forma es lo permanente.
De ese modo utilizamos las palabras cuando decimos «la formación del espíritu nacional», porque es la idea de nación la que va «formando» el espíritu, y también cuando decimos «las materias primas», siendo éstas unas materias que se adaptan a miles de formas y con las cuales se fabrican los más hetero géneo objetos. -•
La «forma» del espíritu nacional es desde luego invisible e intangible, como perfecto ente eidético que es. Las «materias primas» son todas tangibles y visibles, aun y ser primas. La «forma» martillo puede tener por materia el hierro, la madera, el caramelo y el plástico.
Para un alemán, en cambio, la forma no es lo oculto e intelectual (y permanente), sino que es lo evidente y externo (aunque igualmente permanente), opuesto al contenido o materia internos, como cuando se habla de la fórma-sonata, cuyo aspecto y apariencia obedecen a leyes, pero cuyo contenido o materia varía en cada una de las composiciones que utilizan esa forma, O como cuando decimos «tiene forma de pera», refiriéndonos a un caballero. También nos encontramos en la familia alemana cuando afirmamos que «Jacinto es muy formai, lo cual quiere decir que obedece a normas repetidas, reconocibles, externas y aceptadas por todo el mundo; o cuando nos referimos a «las materias que componen este curso)>, es decir, «los contenidos intelectuales a impartir».
Aun cuando el contenido pueda parecernos más oculto que la materia, ambos lo están pero de diferente modo. La invisibilidad del contenido afecta al intelecto, el cual debe buscarlo corno si rastreara una pista; ahí, delante de él, están los signos, pero es preciso descifrarlos. La invisibilidad de la materia, en cambio, afecta a los sentidos, los cuales pueden ser engañados: ¿es el anillo del señor obispo una verdadera amatista o un vulgar pedazo de plástico?
Como es fácil de entender, el peor malentendido a la alemana se produce por la proximidad de «materia» y «contenido», ya que de un libro encuadernado podemos decir que su materia es la tela, el papel y la tinta, pero también podemos decir que su materia es la decadencia de la alfarería. Sírvanos de consuelo que tal confusión se produce igualmente en inglés (matter) y en francés (matire), por lo menos.
Acabemos de simplificar el asunto añadiendo que los alemanes tienen una segunda acepción de «forma», la Gestalt, Ía cual no es lo opuesto al contenido, sino que es la forma concreta de un objeto singular, por ejemplo esta pera (y sólo ésta) que reposa sobre mi mesa. Para nosotros la Gestalt es plural y aparece en frases como «vaya formas tiene Susanita» o bien «la formación rocosa de Montserrat». Si fuéramos m.s rigurosós traduciríamos Gestalt por «com-posición». Pero no lo somos.
No acaba aquí el laberinto. La «materia» es a veces el «contenido» (Inhalt) cuando la materia interna e invisible se hace aún más sutil e intelectiva, en cuyo caso nos encontramos ante el «tema», el «asunto» o el «objeto». Por ejemplo cuando decimos que el tema de tal libro es la soledad de los héroes. O cuando decimos que el asunto de tal película es el odio entre un soldado y una gitana. O que el objeto de tal pintura es una vaca o el difícil equilibrio entre el azul y el violeta. En todos estos casos podemos utilizar también la palabra «materia», sin menoscabo del, sentido.
No querría cerrar este luminoso artículo sin añadir que en alemán aún cabe otro «contenido», llamado Gçhalt, todavía más unido a una forma (una sola y específica) que Inhalt y casi inseparable de ella. Pero dejémoslo de lado, ya que apenas aparece en el contexto de las artes.

GALERÍA DE ARTE., Es donde se producen las obras de arte.
Que «se producen» obras de arte en las galerías no es un galicismo. Ciertamente, se produire, en francés, tiene también el significado de presentarse, por ejemplo, en público, y es muy exacto que las obras de arte se produissent en las galerías de arte; pero cuando decimos que «se producen>) estamos diciendo que allí es en donde se crean, allí es en donde aparecen, como cuando decimos que el sueño de la razón produce monstruos.
Durante muchísimos años, las obras de arte se producían en los talleres y en los estudios, pero en la era moderna y debido a la penosa tarea de esclarecimiento a que se ha entrçgado la artisticidad, sólo podemos afirmar que una obra de arte es una obra de arte si aparece en una galería. Induso, en ocasiones, podemos sufrir una confusión y tomar, por ejemplo, los útiles de limpieza de la galería por una obra de arte. No sería la primera vez que tal cosa sucede.
Uno comienza a hacerse preguntas acerca de la naturaleza del arte y de la aparición de las obras de arte cuando la luz, el tiempo y el espacio se ponen de acuerdo y se aclaran.
No resulta exagerado decir que, de no existir las galerías de arte, no estaríamos en
condiciones de saber qué es y qué no es, o en qué consiste el arte actual.
Podríamos añadir a los museos como espacios de aparición de obras de arte, pero sólo aquellos que respeta una condición: la de ser museos con actividades de exposición, en los que se exhibe la producción de los artistas vivos o. muertos recientemente. Si se limitan
a exponer la Historia del Arte, entonces no son espa cio de aparición de la obra de arte, sino meros de pósito documentales. Ello no impide que alguna mirad aislada, entre la masa de turistas que repasan la
historia, pueda iluminar de pronto una obra de arte.
Esta peculiaridad, a saber, que una raspa de sardina
colgada de una cuerda sea una raspa de sardina colgada
• de una cuerda en todas partes menos en la galeria de
arte, en donde se transforma en una obra de arte, es
un fenómeno exclusivo de la era moderna e incluso de
la tardomoderna, también llamada con admirable en tusiasm posmoderna.
No todo aquello que aparece como obra de arte en
la galería de arte, sin embargo, permanece como obra
de arte. Sabido es que la obra de arte no tiene más
existencia que su relación con un sujeto en la expe rienci estética, o como suceso en la cadena de acontecimientosque provoca; de manera que mucho de lo que en la galería de arte es obra de arte, deja de serlo en cuanto se clausura la exposición.
Las raspas de sardina regresan al humilde pero devoto mundo de lo superfluo (precisamente el mismo del que intentó emerger mientras estuvo en la galería) y las telas de veinte metros cuadrados que nadie desea mantener en permanente contemplación se dispersan por el laberinto del caos y la usura. Muchas se apagan lentamente en inmensos despachos cada día más vacíos, hasta que la muerte les llega a ambos, a la tela y al financiero que la-compró.para «especular», como suelen decir con patético optimismo.
Incluso mucha obra de arte que sale de la galería con destino a una relación permanente de contemplación, yace al cabo de- pocos días en un -muro de comedor, en donde sólo recibe la atención de los invitados, los cuales no la pueden contemplar como obra de arte (están ocupados tratando de identificar-el tenedor del pescado) y la reducen a mero objeto especulativo. O sea, se preguntan mentalmente por el precio. -.
El lugar, la espacialidad donde-puede aparecer la obra de arte, es determinante, pero la relación con los. humanos genera espacios de aparición «portátiles», como acertadamente los ha definido. Vila Matas, espacios que se trasladan allí en donde tiene lugar la relación. Porque toda relación estética precisa de un lugar. Nunca se da en el vacío de la pura conciencia.
El caso más extraordinario es el del llamado «arte salvaje» o «arte primitivo)), puesto en circulación por algunos estetas de principio de siglo, entre ellos Picasso. Desde entonces, raro es el salón de diplomático, de potentado o de financiero cristiano (en España es casi inexistente) que no exhiba un ídolo Dogon, un tótem polinesio o una máscara esquimal, mucho más chic que un crucifijo o una Virgen del Pilar. Recuerdo muy bien una reunión literaria en la que un invitado, originario de Guinea, no se movió de su sillón, atornillado a un whisky y a la mirada demoníaca de un muñeco sucio y recosido que reposaba en una urna a la que nadie, excepto él, prestaba la menor atención. Nó abrió la boca y se retiró muy temprano. Es la única vez que he visto palidecer a un negro. Nadie volvió a saber nada más de él.
A veces, visitando alguna galería de arte, se llega a sospechar que. pueda estar teniendo lugar un suceso similar. En un rincón penden del techo unos cables de aspecto vagamente eléctrico; en el centro yacen distribuidas al azar dos docenas de ventanas rotas, y cerca de la puerta, iluminado por la luz de un potente foco, resplandece un extintor abollado. ¿Es el resultado de la última intervención armada de un grupo artístico dedicado al terror? ¿O es el actual refugio de Mime, en- cantado de que ya nadie recuerde la fogosidad del fuego? ¿Ambas cosas?
No hay que dejarse dominar. Los lugares de aparición de la obra de arte determinan por completo lo aparecido. Pero no pueden impedir que cada cual se invente o se encuentre con un espacio de aparición propio y al mismo tiempo universal. Sin encarnación histórica, evidentemente. Por ejemplo, una fuente.


HISTORIA. A medida que las artes fueron perdiendo su sentido comunitario, a medida que fueron dejando de ser una actividad artesanal entre otras y su significado se fue haciendo cada vez más secreto y reservado, hubo que inventar nuevas justificaciones y nuevos usos para las artes y sus objetos.
Un retablo con la Virgen y el Niño, pintado y expuesto sobre ci altar de una iglesia en el siglo XIII, era un objeto que no precisaba explicaciones. Era evidente. Si en ocasiones había que dar alguna explicación ésta era externa a la pintura o a. la escultúra. . Por ejemplo había que explicar a los muy ignorantes que determinada figura era san Pedro (porque aprieta una llave con la mano) o san Marcos (porque hay siempte un león acurrucado a sus pies o por alguna parte), pero eran casos muy especiales. Lo habitual era que la gente se reuniera en corro y comentara lo bien que había quedado san Juan, o dónde estaba Judas, o qué pena lo que luego iba a sucederle a Jesucristo, y así sucesivamente.
En cambio, pocos años más tarde, una pintura de Giorgione, como La tempestad. no era ya evidente. Lo único evidente eh ella era que requería y recelaba una explicación oculta; Y esa explicación la conocía muy poca gente; en este caso particular, tan sólo el círculo de iniciados neoplatónicos que compartía su ocio con disputas metafísicas y recitales de poesía en un salón patricio de Venecia. Todavía, hoy dudan los eruditos y discuten sobre las figuras de La tempestad ¿Quién es esa mujer desnuda? ¿Es Eva, o es una gitana? ¿Quién es ese joven de la izquierda, armado con una lanza? ¿Un alabardero, o Hermes Psicopompo?
El secreto de Giorgione se esfumó tras la muerte de Giorgione. Lo que hoy se presenta ante nuestros ojos está liberado de la subjetividad de Giorgione y puede ser leído por cualquiera sin temor al regreso de los muertes. Pero eso no obsta para que los signos que componen la pintura se dispongan de tal forma que inciten al acertijo. Lo cual, inevitablemente, da lugar a los «expertos».
Mientras la finalidad del arte fue la piedad, el recuerdo, la autoridad, el ornato, y cosas similares, no tuvo necesidad de intérpretes. Pero cuando la obra de arte comenzó a ser una idea, un concepto, una composición, un pensamiento subjetivo, una proyección del sujetó, un signo del genio, y otros modos semejantes, fue imprescindible encontrarle nuevas justificaciones y un cuerpo de especialistas que las garantizara
Seguramente Petrarca fue uno de los primeros expertos en tomar seriamente sobre sí la responsabilidad de justificar las obras de arte. Y lo hizo de un modo radicalmente moderno: aduciendo que las obras de arte eran documentos históricos. Obsérvese que hasta entonces no había sido preciso considerar ninguna función secundaria, ningún. valor añadido, para que la obra de arte fuera de por sí algo valioso. Pero Petrarca consideró necesario sumar un beneficio más, como si hubiera sospechado la posibilidad de que alguien arguyera que las obras de arte carecían de valor. En consecuencia, y comentando un., retrao del emperador Augusto por Gordíano el Joven, puso de manifiesto la importancia documental de algunas obras de arte, como por ejemplo las, medallas y monedas conmemorativas.
El progreso de la apreciación de las artes como documentos históricos fue müy rápido. A partir de Voltaire las artes ya casi sólo sirven, para dar cuenta de una época histórica, como si se tratara de las ilustraciones de una encidopedia. Así, por ejemplo, para Voltaire, la pintura de la época, de Luis XIV da idea de lo que era la corte de Luis XIV. Y ningún otro documento la da mis clara y distinta. La prosa de Pascal, los versos de Racine y los edificios de Le Brun reciben una justificación de seguridad, por si se diera que alguien dudara de su valor.
Finalmente, Winckelmann y Hegel dieron el último hachazo a la cabeza colgante de las artes y afirmaron que los objetos artísticos son puro tiempo histórico petrificado, pintado, sonorizado o verbalizado. ¿Qué es el arte de los griegos? La historia, de Grecia. ¿Qué es el arte de los holandeses? La. historia., de. Holanda. ¿Qué hacen, por lo tanto, los artistas? Dan testimonio histórico de su sociedad. Y como si lo hubieran oído en voz alta, los artistas modernos primero se hicieron nacionalistas, y luego se dedicaron a montar movimientos, escuelas y vanguardias, es decir, documentos históricos y sociológicos. Marx añadió a lo anterior una etiqueta con el precio y Freud lo tumbó sobre un diván. Volveremos a hablar de ello en nuestro artículo sobre Winckelmann.
Lo notable es, que mediante la total hisrorización de las artes, convertidas en máquinas de materializar el tiempo y dar testimonio de una época, los artistas han acabado por convenirse en una sustitución cara del periódico, y ya es decir. ¿Qué arte es el arte de Andy Warbol? El de los setenta. ¿Qué arte es el arte de Basquiar o el de aquel’ señor que dibujaba los muñequitos del sida? El de los ochenta. Y así sucesivamente.
Nada puede escandalizarnos más. Porque las artes nacieron en el rincón opuesto del tiempo: nacieron justamente para ser eternas, ahistóricas, atemporales; nacieron para ser la memoria no del recuerdo fotográfico, sino la memoria de lo olvidado, de lo oculto, de lo perdurable y de lo originario. No de lo que fue, sino de lo que nunca ha sido pero en cualquier momento puede ser. Las artes están cobijadas bajo una de las alas del pasado, sí, pero es el ala que tema eternamente sobre el presente.
Hemos comenzado citando a un pintor románico y un altar con su Virgen y el Niño, o una Santa Cena. No es preciso ir tan atrás. Cuando el artista puede prescindir de explicaciones, también puede prescindir de la historia. Cézanne, según Rilke, tenía la misma visión del mundo que un perro. Podría haber dicho que Cézanne tenía una visión del mundo«ahistórica». Pero un poeta no puede emplear según qué palabras.
Así y todo, lo que dice .Rilke se comprende perfectamente: dice que Cézanne no necesita intérpretes porque en él no se expresa un sujeto, ni una nación, ni un concepto, sino que se desocultan unas bañistas, el monte SainteVictoire, determinado matiz del color naranja, la luz de mediodía en verano, el olor de la resma de pino, y un montón de cosas más que no dependen, en absoluto, de Cézanne.

INSPIRACIÓN. Se dicé de alguien que está inspirado cuando alcanza cierto gradó de habilidad poco habitual o muy sorprendente. La frase «has estado muy inspirado» se aplica indistintamente al tenista que coloca un buen revés y al músico que interpreta con excelencia una sonata de Schubert. La expresión está plenamente justificada.
En efecto: la inspiración es un dictado que todos los humanos pueden recibir de unas divinidades llamadas las Musas, las cuales son en numero de nueve La antigua creencia en la inspiración divina no habla de Yahvé, de Zeus o de Alá, sino de las Musas, las cuales se transforman, en la época cristiana, en las diferentes vírgenes que protegen a los toreros, o en las montañas y ríos que inspiran a los poetas y pintores, como la montaña Sainte-Victoire que Cézanne pintó trescientas veces,. o el Rin que fluye entre los versos de Hlderlin
hasta confundirse con ellos. Bajo el nombre de «las Musas» y bajo sus diversos ropajes se oculta la fuente siempre cambiante de la inspiración.
Lo importante de esta concepción es que la inspiración viene de fuera, o sea, del mundo y que no se agota nunca. Lo importante, en resumidas cuentas, es admitir que el sujeto, el autor, sólo es el responsable técnico de la obra de arte, no su «creador»; el artista es un encargado, o, abusando de la metáfora, un pastor. No es el sujeto (genial) quien concibe la obra; la obra aparece gracias a la habilidad de un técnico inspirado.
Aunque a primera vista pueda esto parecer pura mística y camelo, no hay pensamiento más alejado de la religión del arte que el que acepta la irresponsabilidad del artista. La historia de las Musas, hijas de Mnemosyne, muestra lo más íntimo de las artes y las técnicas su diversidad y su presencia.
Las Musas son la memoria del presente porque la labor inspirada por las Musas hace aparecer en todo momento el presente. No por otra razón una virgen policroma esculpida hace diez siglos o una copa de arcilla roja torneada hace tres mil años siguen mostrando el. presente con idéntica luz. Y si a veces creemos que «nó vernos» o «no bebemos» corno en el pasado, es porque tendemos a poner el presente en el pasado, asustados por el abismo del presente. Solemos conceder mayor vida al pasado (siempre de un modo fingido) como estrategia para huir del presente. Pero es una simulación: no podemos escapar del presente.
Porque el presente es un río incesantemente cambiante y las labores inspiradas por las Musas no pueden descansar. Su constante transformación, su presencia. en un presente constante, las hace siempre múltiples. Las, artes y las técnicas son siempre müchas, y unas veces son unas y otras veces son otras, porque no hay ni puede haber un Arte que las unifique, así como no hay un solo mundo por apareçer, sino ilimitadas catas, muestras o apariciones del mundo... y eso es el mundo.
El mundo va mostrándose en miles y miles de muestras que se abren mediante la acción de las artes y las técnicas. El mundo, como totalidad,, está cerrado. Pero el pescador que con su caña saca a la luz un brillante pez que caracolea en un aire y bajó un sol que no le son adecuados; el resplandor de las escamas y el tornasol que la luz produce sobre ellas; son signos de que la habilidad en el uso de una técnica ha puesto a la luz algo del mundo que permanecía oculto.
Así que las Musas son múltiples como múltiples son las artes y las técnicas, y no pueden ser Una sola, pero se advierte que poseen un entendimieno común; como si trabajaran en el mismo sentido. Este término «mismo» o «lo mismo», sin embargo, no debe entenderse corno lo Uno, sino como lo Común. La palabra latina ars lo dice bien claro: las artes no se funden las unas en las otras, las artes se articulan.
Bien es cierto que en ocasiones parece no mostrarse nada del mundo, como si el presente estuviera condenado a una obruración, a la ceguera y la mudez. Pero lo propio del presente es manifestarse como incompleto y abortado precisamente porque su pluralidad es un constante abrirse ‘y cerrarse, como esas colonias submarinas de algas y moluscos que abren y cierran sus valvas o mueven su ramaje a destiempo y sin embargo ‘con una rítmica marcada por la marea de los océanos, la filtración del sól, y las fases de la luna. Lo propio del’ ‘presente es mostrarse siempre’ a medias e incompleto, con zonas abiertas y zonas cerradas, y su piura.lidad niega constantemente lo más inmediato. La parte negada se lláma «futuro».
El presente debe ser tratado como çiego, incompleto y mudo, de tal modo que mantengamos abierto y en obra el futuro.. Cuando negamos una zona de lo pre.sente abrimos nuevas posibilidades de apertura, y si creemos que se ha llegado a un fin es porque estarnos abriendo el trabajo próximo. Es «futuro» la parte negada del presente, ya qué la afirmada en. ningún modo puede realizarse ms de lo que ya se ha realizado. Si yo digo que no soporto más música serial es porque quiero abrir otra muestra, inspirado por la posibilidad de una forma que afirma el carácter concluido del serialismo -y por eso lo niega.
Pero de otra parte es imposible negarlo todo. O mejor dicho, es posible pero se trata de operaciones de gran envergadura a las que les damos el nombre de épocas, como cuando el cristianismo negó el politeísmo. Cuando se abre una época, como dice Rafael Sánchez Ferlosio, los dioses cambian. Es difícil equivocarse. Se - nota mucho -
Recuerdo ahora la historia que contaba Heme sobre• los jesuitas en el Polo Norte. Ya habían convencido a los esquimales para que cambiaran a sus dioses por el Dios cristiano, pero en una última consulta el viejo de la comunidad preguntó si en el Cielo había focas. Los jesuitas contestaron que no, que a su modo de ver en el Cielo no había focas. Raaón por la cual los esquimales no se convirtieron al cristianismo y, como es bien sabido, no progresaron espiritualmente ni un ápice hasta que los americanos les descubrieron el whisky. Y entonces sí: los dioses cambiaron en cuestión de dias Arte y técnica son labores de selección contante, de afirmación y negación incesante que abren la dirección del presente en sentido contrario de lo obturado y cegado.
Se entiende ahora por qué no puede haber un Arte que asuma la totalidad de las artes y las técnicas desde una entidad suprema e intelectual. La esencia y la verdad de las artes y las técnicas no es el Arte y sin fin ni finalidad. Fueron los románticos alemanes quienes propusieron la fusión de todas las artes en un Arte unitario y teológico. Por aquella apertura apareció todo lo que hoy conocemos con ci nombre de «Vanguar dias» cuya acción, una vez concluida, ha devuelto la pluralidad del mundo a una división aún más tuada, más contradictoria y más enigmática.
Todo aquel que padezca porque nuestro presente se le aparece negro y mudo sepa que «la muerte del Arte» anunciada por Hegel se ha realizado, y que es una excelente noticia. Recuerde también que cuando se supo que el gran dios Pan había muerto, se produjo una
enorme consternación en el orbe, pero la desaparición de las selvas pánicas, como la extinción de los volcanes, sólo corroboran la apertura del presente hacia el futuro, es decir, su mantenimiento como presente.
Y si se han extinguido algunos volcanes, hemos hecho aparecer las bombas atómicas, y si han desaparecido las selvas pánicas, volverán a crecer sobre las ruinas del mundo devastado por las bombas atómicas. Quizá necesite el mundo varios millones de años para ello, pero, ya se sabe: ars longa vita brevis.

LECTURA. Se puede decir que la lectura no es un arte visual sino auditivo. Ló que el ojo ve no son imágenes sino, signos que remiten a fonemas que remiten a una voz humana escondida e invisible; muchas veces, muerta. Las letras que forman palabras y oraciones son utensilios de ayuda a la memoria como las cruces y señales que nos hacemos en las manos para recordar una cita, un teléfono.
Cuando pasamos los ojos sobre las letras de un escrito reconstruimos la voz de un ausente. En los textos que han llegado hasta nosotros desde la antigüedad, suena la voz de los muertos, su herencia y su destrucción Pero en los textos modernos, corno los del diario, suena la voz de un locutor informando de algo u opinando de todo, como el ruido de fondo de una actualidad. Naturalmente, la voz que suena desde lo escrito no pertenece a ningin «autor» del pasado, sino que permanece en la perpetua transformación del presente, es una voz que revive cada vez que alguien la hace hablar. Y siempre habla aquí y ahora, aunque siempre hable desde el pasado que nos construimos en cada presente.
Cuando en 1846 Rawlinson consiguió leer las tablas con inscripciones cuneiformes que los exploradores ingleses habían robado de la antigua Persia, sonó en el interior de su alma la voz colosal de los pastores y de los reyes, repitiendo incansablemente sus leyes para un desierto poblado por el cadáver de tres civilizaciones. La voz había enmudecido durante milenicis, o sólo había resonado entre los muertos. Pero en el alma de Rawlinson no resonó ninguna voz del pasado histórico, sin una voz el presente que revivificó a los antiguos tiranos persas, así como los actores revivifican en la sucesión del tiempó a miles de Hamlet, de Edipo, de Fausto siempre distintos y el mismo.
El dilema, entre la vista y ei oído, muy presente en la lectura, es imprescindible para la cultura occidental. La herencia griega es visual; la herencia hebrea es auditiva. Para los griegos la vista era el sentido supremo; para los hebreos lo era el oído. El conflicto ha tenido capítulos crueles cuando los hombres todavía mantenían una relación con los dioses. Así, por ejemplo, a diferencia de nosotros, los medievales consideraban que los ciegos eran menos desdichados que ios sordas, ya que el ciego puede escuchar la voz de Dios si alguien se la dicta, en tanto que el sordo moría irremisiblemente ajeno a ella. Los sordos del Medievo no sabían leer y eran considerados malvados y apenas humanos.
El sordo medieval nada puede aprender por tener cegado el camino de la palabra, lo que le condena a carecer de entendimiento y a ser como las bestias. El ciego, en cambio, ha perdido de vista la piel del mundo y el brillo dorado de las cosas, pero por las puertas auditivas puede entrarle el alma del mundo y puede llegar a saberlo todo.
Sirva también esta pequeña enseñanza como explicación de la tradicional sordera hispana; somos un pueblo que no habla sino que grita, y vivimos inmersos en un ensordecedor estruendo por terror a escuchar un pensamiento articulado. Somos una nación secularmente sorda.
La lectura es comunitaria y en voz alta hasta la Revolución francesa.
Todavía en pleno renacimiento, fray Luis de León habla en su «Oda a Francisco Salinas», organista ciego de la catedral de Salamanca, de una música que le permite acceder al significado más eminente a través del oído, aunque todos los restantes sentidos del mundo enmudezcan.
Sólo con el advenimiento de las sociedades democráticas se generalizó la lectura muda, privada, la lectura de propietario, como si dijéramos. Los ciegos corrieron entonces el peligro que antes habían corrido los sordos, y durante un tiempo fueron los ciegos los individuos más desdichados del planeta. Quizá por ello, y en un afán de disimulación, se dedicaron a difundir baladas arcaicas, coplas de cordel y romances naturalmente de ciego, tratando así de mostrar que su memoria podía sustituir a la imperiosa y militante lectura individual y democrática.
Pero su fracaso fue tota], y años hubo en que los ciegos eran corridos a pedradas por 1os pueblos y villorrios. Pronto, sin embargo, se inventó la lectura en caracteres Braille y ya no hubo ni ciegos ni sordos que pudieran escapar a la lectura. Desde entonces los ciegos han hecho una asombrosa carrera de capitalistas. La sociedad, admirada, ha dejado de llamarles «ciegos» y ahora les llama «invidentes», que es un grado superior de la carencia y una jerarquía de la voluntad, como si fueran ellos mismos quienes se niegan a mirar.
Puede ser un ejemplo. El águila en la tiniebla, los pobladores de las cumbres cruzando abismos sobre tenues pasarelas, como los equilibristas que arriesgan su vida sobre un cable porque el máximo peligro es una flecha que indica dónde se esconde io que puede salvarnos, y ese significado que aun y estando tan a la mano no podemos asirlo, justamente porque lo tenemos demasiado próximo... Las imágenes caminan con paso sosegado, con una rítmica gimnástica: leicht-gebaueten-brü-cken sugiere una curvatura suave y tensa como la de un puente tendido entre dos escarpaduras. No es preciso saber alemán para oír ésta música.
En todo caso, y contra lo que afirma un estúpido refrán atribuido a la sabiduría china pero sin duda inventado por un editor de calendarios, las palabras, cada palabra, vale por lo menos mil imágenes. No puede ser de otra manera.

MODERNO. El arte moderno es aquel que se da en la era moderna y es, por tanto, distinto del arte antiguo, clásico, románico, gótico renacentista, barroco, neoclásico y romántico
Para las confusiones entre los términos arte moderno y arte de la modernidad y critico. Hay una íntima relación entre estos tres términos: moderno, vanguardia y crítico, sin los cuales desaparecería el 80 % de lo que se ha escrito en el siglo XX.
El inventor del término «modernidad», aplicado a aquello que encada instante señala (o no) hacia un futuro que cumplirá o no se cumplira.
Como espléndido crítico y periodista moderno que era, intuyó que presente en tanto que momento de la nada nadeante, era tarea de los crltlc dloperiodiiiEas Solells pochan determinar e dáññiekqiie era actual y lo que formaba parte de las actualidades, ya que ellos mismos se convertían en pura transparencia de lo actual. Adoptaban el nihilismo como profesión, en definitiva.
Para Baudelaire, el artista de la modernidad era alguien que, como él, daba forma al instante fugaz, sobre abismo que se abre en cada instante sucesivo Y a esa forma instantanea aparece ya destinada a no durar y ser sustituida por otra igualmente efirnera. El artista de la modernidad da forma (da una permanencia insustancial) a lo efímero y deja un sello formal en la temporalidad desnuda e invisible. El contenido de esa forma es, claro está, la forma misma, pues es ella la que data históricamente el instante. Así puede decirse, por ejemplo, que Andy Warhol es una forma cuyo contenido son los setenta, o la década de los años setenta. El arte aparece como puro identificador del tiempo, y sin ningún otro contenido.
Si se compara el pensamiento de Baudelaire con el de cualquier otro pensador de su propia época o tenor (excepto Nietzsche, con el que guarda muchísimas afinidades), se comprueba un contraste escandaloso, pues para el pensamiento clásico los artistas son precisamente los testigos de la eternidad, de lo perdurable, y de lo que no cambia nunca, porque, de no ser así, ¿para qué querríamos el arte? Suficientes son ya los entretenimientos, espectáculos e informaciones de actualidad que soportamos habitualmente.
Pues bien, en obediencia a su posición como crítico y periodista de extraordinario talento, Baudelaire eligió como máximo ejemplo de «artista de la vida moderna» al mediocre Constantin Guys y menospreció al verdadero artista de la vida moderna, Édouard Manet, demostrando con ello que los críticos y periodistas son los encargados de definir la actualidad siempre correctamente, y de determinar la modernidad siempre erróneamente.
Pero préstese atención a la paradoja: así como Baudelaire, en tanto que crítico y periodista, se equivoca acertadamente en la definición de su modernidad (es el primero en decir que el artista de la vida moderna es el único artista que valga la pena, lo que será un tópico de las vanguardias), y acierta erróneamente en la definición de su actualidad (propone a Constantin Guys como modelo), acierta por completo y no se equivoca en absoluto sobre su actualidad y su modernidad en tanto que poeta (porque él mismo es el mejor ejempló de su propia definición).
Una demostración más de que la actualidad de lo moderno, e incluso la modernidad de lo actual, la definen los críticos y los periodistas en cada momento.

OBRA DE ARTE. Uno de los aspectos más propiamente filosóficos en el entorno de las artes concierne a la obra de arte; ese objeto que garantiza la posibilidad misma de las artes, o incluso de El Arte, y cuya existencia es previa a la del artista.
Una proposición sencilla sería la de que sabemos que hay artes porque hay obras de arte. ¿Cómo, si no, sabríamos que hay artes? Las obras, los objetos físicos, son nuestro lugar de encuentro y de acuerdo. Una vez localizada la obra, es ya muy sencillo adscribirla a un artista.
Siempre y en todas partes, ciertos productos muy especializados y complejos que requerían un notable esfuerzo y habilidad en la mano de obra, recibieron una consideración. que los separaba radicalmente de los instrumentos, las construcciones, las máquinas y los útiles. Podría decirse que la historia de la cultura occidental es la historia de la progresiva separación entre los productos de la técnica r los del arte. Las vanguardias marcarían el momento de máxima separación (o el momento de absolución), y podríamos ya empezar a hablar de acabamiento de la diferencia.
Pero si la obra de arte se presenta de tal manera que la reconocemos a posteriori porque nos sorprende y la admitimos en su puro aparecer y existir (y ésta es, en efecto, una condición de la obra de arte), entonces la cuestión se traslada de lugar y la pregunta es: ¿quién decide lo que es una obra de arte, o que se le ha aparecida una obra de arte? Para contestar a esta pregunta están la media.
La obra de arte aparece ante nosotros por sorpresa, nos cautiva intelectualmente a través de los sentidos (eso es lo propio de la obra de arte), y le damos el estatuto artístico porque al cautivarnos nos ha permitido de nuevo una experiencia estética. Pero si bien todos podemos reconocernos en la operación antes descrita, algo muy distinto es decidir quién es el sujeto de esa experiencia estética y quién posee el poder de terminarla como arte.
¿Seré yo mismo? No. Yo puedo gozar o padecer esa experiencia estética, pero carezco de poder para convertir en arte mis experiencias estéticas. A mí me puede fascinar estéticamente una colección de sellos, pero tendré serias dificultades para convencer al director del Museo del Prado de que me la compre para exponerla ante todo el mundo. El poder de influencia de los connaisseurs es un asunto del pasado.
¿Y si soy el director del Museo del Prado? Tampoco. Las autoridades, como los individuos, luchan por imponer su experiencia estética (en eso consiste el juicio estético, por lo menos el kantiano), y un director de museo retira los cuadros de Muñoz Degrain porque le parecen un fraude, pero otro (o el mismo) dice que hay que incluir a Dalí. Son batallas efímeras y pasajeras propiciadas las más de las veces, por los historiadores o por los periodistas los cuales suelen ser directores del Museo del Prado y similares.
¿Pero y si soy todas las instituciones relacionadas con el arte? Sí, entonces, si soy todos los museos, todas las galerías todos los críticos, todos los especialistaS todos los profesores etc., entonces determino lo que es la obra de arte para una sociedad y en un momento histórico, porque entonces soy la media. Es, en efecto, una determinación, pero tan cambiante que nada me dice sobre la obra de arte en sí misma, ni sobre sus condiciones de posibilidad. En l865 el juiçio institucional daba por obra de arte la Venus de Cabanel (hoy en día, una pieza entre el kitsch y el porno) y tenía a la Olimpia de Manet por una calamidad. La determinación de los media se acumula y almacena desordenadamente, con la indiferencia de un depósito de maletas en un aeropuerto.
Entonces quizá debamos pensar que es el tiempø la historia, quienes determinan lo que es una obra de arte. Pero el tiempo y la historia están construidos con información y documentos, los cuales se encuentran en los archivos de los media. Y éstos son un mero revoltijo de aluvión, producido por los azares y avatares mas laberínticos; ello no nos puede dar, de ninguna manera, una seguridad sobre lo que ha sido y puede ser una «obra de ar-te», sino tan sólo sobre la actualidad o las actualidades de la obra de arte. En la Historia leemos las aventuras por las que tal o cual objeto se constituyó en artístico. Pero ni la causalidad ni la casualidad lo garantiza. En efecto, si soy un artista, todo lo que yo determine como arte será en verdad una obra de arte Lo espinoso de esta respuesta es que traslada la pregunta a y ¿quién decide que yo soy un artista? De nuevo, los media.
No hay posibilidad alguna de definir a priori las condiciones de posibilidad de la obra de arte Pero tampoco a posteriori. La respuesta de Nelson Goodman trocando la pregunta de «que es una obra de arte» por la de «cuando se da una obra de arte» es Ingeniosa, pero no resuelve nada. En ausencia de un criterio mejor, consideramosobra E de arte la aparición de cualquier conjunto deelementos capaz de producir experiencias estéticas en uno, varios o todos los sujetos, independientemente de las intenciones de su productor, a quien no tenemos inconveniente en llamar «artista». Pero esa operación queda en- cerrada en la oscuridad del sujeto, a menos de que sea adoptada por los media y convertida en espectáculo.
La obra de arte, por así decirlo, se presenta a sí misma ante el sujeto y se mantiene como tal obia de arte mientras dura su relación con el sujeto. Sólo en la relación hay obra de arte y sujeto de experiencia eté- tíca. Pero nunca nos enteraremos, como no sea a través .:. del espectáculo mediático.
Fuera de la relación que se establece en la xpçrifl cia estética, no hay obra de arte, aunque puede haber documento histórico, síntoma sociológico, valor mer cantil, o símbolo nacional. El objeto físico externo la relación estética (por ejemplo una cerámica griega o una acuarela de Watteau en manos de un historiador o de un subastador) es el mismo que el de la experiencia estética, pero no es una obra de arte, sino un documento, síntoma o un negocio.
Siempre me he preguntado qué escucharía Nietzsche, qué sonaría en sus singularmente perceptivos oídos, qué ardiente canto devorador y explosivo le hacía llorar de placer y de dolor cuando escuchaba Carmen. Que sonara distinto en unos oídos y otros, que la imagen fuera distinta para unos y para otros sin embargo no impide que la obra, que el objeto, sea siempre el mismo, o sea, Carmen y sus emigraciones Carmen y sus transformaci0n. Las de ella. Y ésa es la cuestión.

POSMODERNO. . El Posmoderno es un movimiento artístico típicamente moderno, caracterizado por su exasperación ante la lentitud de acabamiento de la era moderna. Con una cierta candidez, los teóricos posmodernos dan por concluida la modernidad de lo moderno. Los artistas posmodernos también simulan que ya se ha terminado lo modernó, pero se consideran muy modernos. De hecho, más modernos que los modernos porque los posmodernos, como su nombre indica, han llegado después y son más novedosos,
Este «después» es digno de estudio. ‘ .
No hay duda de que lo moderno en general tiene como fondo de sustentación el pensamiento progresista de la burguesia ilustrada francesa e inglesa del siglo XVIII.
Frente a la modernidad de lo moderno se alza la escalofriante muralla d cadáveres que ha consruido la voluntad de progreso en los ultimos dos siglos, dos guerras mundiales e innumerables guerras.
Aparte de la desertización generalizada y el agotamiento de casi todos los recursos básicos. Nadie podría mantener el mito del progreso y del avance de la civilizacion cientifico-técnica, de no ser porque nadie sabe con qué sustituirla, aunque sea con un número menor de cadáveres, sin caer, en un aburrimiento bárbaro.
Es más. Nadie sabe ya qué es la «barbarie». ¿Nosotros, que somos tan educados y tenemos museos, somos los bárbaros? ¿O más bien ellos, que son analfabetos y esclavizan a sus mujeres pero carecen de medios para una destrucción masiva? Quizá todos lo somos, porque uno de los efectos modernos más fascinantes para el pensamiento moderno es la contabilización del valor de la vida humana. Contabilización que da, como suma, cero.
En contraste con la doctrina occidental cristiana según la cual todo hombre es inmortal porque puede acceder a la vida eterna, un humano moderno carece ya de valor por sí mismo; depende del coste que süponga su supervivencia. Este principio, respetado universaj mente, ha acabado por igualar a bárbaros y civilizados en un punto esencial: la consideración de que una vida humana es cuantificable. Llegados a ese punto, todos somos bárbaros, ya que lo propio de un bárbaro es que no comprende el valor no cuantficable de la vida bumana.
El cálculo de recursos privilegia unas supervivencias sobre otras y permite unas muertes pero prohíbe otras.Está permitido matarse haciendo deporte, pero esta prohibido matarse fumando. Un enfermo de sida recibe una atención mediática y económica (y por; lo tanto médica) muy superior a la que recibe un enfermo de lepra y no digamos de paludismo. Morir, se muere igual, pero con mayores o menores derechos.
Ante el cálculo totalitario y la hecatombe producida por lo moderno, muchos artistas y pensadores han manifestado una cierta inquietud. El primero en aceptar abiertamente el estado de cosas, es decir, la voluntad de acabamiento de la modernidad de lo moderno, fue Nietzsche, pero su representante más enérgico y poderoso es Martin Heidegger.
Los modernos y progresistas cuentan con una ventaja a su favor y es que no están obligados a leer a Heidegger porque el filósofo alemán fue nazi. No parecen dispuestos a admitir que ésa es, justamente, la ventaja de Heidegger: haber participado en la primera tentativa universal de nihilismo absoluto y de estado totalitario basado exclusivamente en criterios estético-racistas. Una participación en la política de su tiempo idéntica a la de Platón o Aristóteles, y coronada por un éxito similar.
Pero no es preciso leer a Heidegger para ser víctima del acabamiento de la modernidad de lo moderno. Los antiguos comunistas rebautizados a la usanza demócrata son un perfecto ejemplo de cómo las estructuras totalitarias «a la antigua» como el nazismo, el fascismo o el comunismo, han sido absorbidas por una estructura totalitaria mucho más perfecta y eficaz a la que tratan de adherirse y exprimir privilegios incluso sus antiguos enemigos.
Ante semejante panorama es muy digno de encomio que algunos artistas e intelectuales proclamen el necesario acabamiento de lo moderno. La pena es que no van más allá del nombre: ser «posmoderno» es lo que los ingleses llaman un wishful thinking, una baladronada diríamos nosotros. Nada indica que lo moderno se vaya a acabar en los próximos cien años.
El «estilo» de la posmodernidad ha sido, en general un verdadero desastre, pues en lugar de proponer una alternativa seria, duro trabajo, esfuerzo intelectual y tarea para dos generaciones han propuesto vacaciones para la parejita en una playa del Caribe y renovación de la decoración doméstica. El éxito alcanzado por los posmodernos entre los especuladores de toda laa es muy interesante.
El nombre apareció por primera vez en los años setenta, aplicado a un grupo de arquitectos americanos hartos de someterse al racionalismo bauhausiano y sus derivados. Frente al edificio de acero y cristal en forma de caja de zapatos, proponían una renovacion, que diera testimonio de un mundo distinto al de la Alemania de los años veinte. Por desdicha, dieron testimonio de la América de las Barbies, de los MacDonald y de los Reagan.
Hasta tal punto la influencia de la opinión americana llega hasta los rincones más apartados del planeta.
De la posmodernidad han quedado dos monumentos de considerable entidad: las urbanizaciones más cursis pero más caras y con materiales más baratos que jamás se hayan construido; y una escuela americana de origen francés, entregada al análisis e interpretación artística, Es la única institución universitaaria, heredera de Nietzsche y de Heidegger, que pueda presentarse como rotundamente posmoderna y sin embargo no totalmente irresponsable.

REALIDAD. Los artistas «realistas» son aquellos que, dicen en sus manifiestos, dedican su arte a la representación de lo real, siendo esto último lo opuesto
lo ideal, a saber: lo que todo el mundo puede comP1Pb3i, 1o que está ahí fuera, las cosas, los pobres y los ços, las desdichas de los pobres y de los ricos, una nevera, una calle de Pamplona, o bien la naturaleza, un árbol, una vaca... Todo lo que no son «ideas», vaya. Aunque nadie conoce a ciencia cierta lo que una vaca pueda ser, aparte de una idea.
Zola, uno de los representantes más inteligentes del realismo, quería que las novelas frieran científicas y las ponía en paralelo con las prácticas de un investigador positivista como Claude Bernard:
La obra de arte es un fragmento de la Creación visto a través de un temperamento.
Partimos de hechos verdaderos, los cuales conforman nuestra base indestructible; pero para mostrar el mecanismo de tales hechos, es menester que mostremos y dirijamos los frnómenos; ésa es la sola parte de la invención y del genio en la obra de arte.
Como Zola, muchísimos artistas (y civiles) creen que hay un mundo ahí fuera (la creación, la naturaleza) y un sujeto aquí dentro, un «yo» que observa el mundo como a través de unas ventanillas que serían los ojos, los oídos, y la conciencia. Es lo que ha enseñado la metafisia desde Descartes y lo que mantiene la ciencia hasta nuestros días.
Considerando todo lo anterior, los realistas asumen que las artes deben «reflejar la vida cotidiana», el presente, lo que sucede en la calle.... Hay quien llega a decir que, hay que escribir con el lenguaje de la calle, como si el lenguaje estuviera apoyado en una esquina, esperando a que alguien se lo lleve al cine.
En fin, los realistas coinciden en creer que lo de fuera es reat que la nevera, el árbol, la señora que vende castañas, o la vaca, son reales, y que lo de dentro es ideal, son ideas. A lo de real se añadió, durante unos años, lo de «social», para hacerlo más real. O realístico.
Pero desde el punto de vista de la realidad (y la realidad la define la ciencia en colaboración con los media*), una vaca sólo es un caso particular del mamífero rumiante (hembra) que es el único en poseer toda la realidad posible.. La vaca particular tiene una realidad mínima y pasajera, casi exclusivamente económica y legal. Tampoco es real «la calle», ni muchísimo menos el lenguaje (de la calle), que no está en ningún sitio, excepto en el cerebro de algunos académicos.
Hay ahora muchos novelistas en EEUU y en España (casi el mismo número) que llenan sus páginas con palabras abstractas como «gilipollas» «hostia», o «joder tío», pata dar un toque de realidad a sus fan— tasias. Son realistas convencidos de que lo absolutamente real es la televisión y tratan de reproducirla hasta en sus más mínimos detalles.
Los realistas, y buena parte de la opinión públicas toman por realidad lo que es quasi una fantasia por ejemplos la vaca y la hostia. Pero añadamos un detalle.
En esta tierra en la que habitamos como podemos el conjunto vaca-prado-riachuel0-past0rcilla (por evitar el conjunto tío-tía-la hostia) que tan real nos parece cuandó lo vemos a la altura del valle de Baztán desde la veñtanilla de.nuestro automóvil, no tiene más realidad que la de un enjambre de partículas electrónicas amontonadas en chiflada cónvergencia . inestable. Un fantasma frágil cuya permanencia desde los poemas de Teognis (allí la vaca es un cordero) se debe exclusivamente a la obra del arte, a la pertinaz presencia de ese conjunto en nuestra memoria secular y en nuestra simbólica. El conjunto vaca-pastorcilla, etc., sólo existe en la obra de arte. Y el crepúsculo. Y, si me apuran, también el cielo, cuya realidad es un combinado de oxígeno, hidrógeno, ozono y cosas semejantes, que no hay quien lo pinte.
Dos segundos más tarde, y siempre al volante de nuestro automóvil, miramos atrás y vemos que el conjunto vaca-prado-riachuelo-pastorcilla (o tío-tía-la hostia), tras la llegada de otro elemento que parece la mar de real, un rayo, se ha transformado en el conjunto carroña-amoníaco-cenizas-humo. Nada ha perdido la tierra en esta operación. Los físicos hablan de entropía por decir algo. El caso es que absolutamente nada se ha perdido en el cosmos excepto un intercambio energético quizá algo desequilibrado. Sólo nosotros hemos perdido algo.
Siendo así que lo perdido por nosotros no tiene más realidad que la que le otorga nuestro deseo de mantener a la vaca, a la pastorcilla, etcétera, como si fueran reales dentro de nuestra existencia, es evidente que los artistas «realistas», sin saberlo, no hacen sino mantener la ficción de que hay vacas, pastorcillas y etcétera. No sólo hacen exactamente lo mismo que todos los demás artistas hacen, sino que encima ignoran que lo hacen.
Ahora bien. Esa ficción impulsada por el deseo (que haya mar, por favor, que haya estrellas y crepúsculos, que haya cerezas y vino y cuerpos gloriosos en inteligencias finas, y tías, naturalmente, incluso hostias) es irreal, sin la menor duda, pero es verdadera.
Y aunque el realismo sea el más irreal y ficticio de todos ios estilos, escuelas y movimientos, participa un poco de la verdad, junto a estilos más poderosos que niegan por completo la realidad de la vaca, de la pastorcilla, etcétera, porque para mantenerlas no hay mejor camino que arrancarlas a lo real, desrealizarlas, desmontar la realidad de la realidad, y alzarse a la verdad verdadera que se esconde tras la ficticia realidad. Luego llegan los media y toman sus propias decisiones.

REPRESENTACIÓN. ¿Por qué decimos «una representación teatral» y también «el representante de la comunidad autónoma extremeña», o incluso «la representación extremeña»? Porque en todos estos casos la verdad de la cosa sólo puede conocerse mediante un juego, una ficción aceptada y pactada por todos. Una representación es una ficción que produce «realidad».
Aceptarnos la ficción de que un señor perfectamente juicioso diga ser Hamlet sobre un escenario, para poder escuchar la verdadera palabra de Hamlet, el cual sólo puede expresarse por medio de un actor. Del mismo modo aceptamós la ficción de que un ciudadano perfectamente razonable afirme ser «la representación» de Extremadura, porque Extremadura sólo existe a través de un actor, encarnada por un actor, a quien todos dejamos ser Extremadura mientras nos convenga.
Las representaciones tienen ese durísimo corazón:
sólo nos acercan a la verdad mientras mantengamos la ficción. Cuando la ficción nos aburre o nos perjudica, la abandonamos y entonces Hamlet deja de ser Hamlet y pasa a ser un actor originario de Cartagena. Y ci representante de Extremadura, aquel que durante una temporada tuvo el honor de ser Extremadura, pasa a ser un don nadie. Pero alguien deberá entonces encargarse de representar a Extremadura, porque, si no, lo que se convierte en nada es la propia Extremadura. Véase el caso de Yugoslavia, que ya no es nada desde que nadie la representa.
Este mecanismo tiene una importantísima función en nuestras vidas, las cuales son, en más de un 90 %, mera representación. Por ejemplo, no es que siempre seamos nosotros mismos (el que era yo hace treinta años me produce verdadero estupor y le tengo una antipatía enorme) sino que siempre representamos a la misma persona, al mismo personaje, el cual sólo subsiste en la ficción del Documento Nacional de Identidad ya que el Estado es el único propietario de nuestra representación. El Estado es el apoderado de todas las representaciones de sus súbditos.
Uno de los primeros en advertir tan sensacional artimaña fue Pascal, quien se asombraba de que algunas actividades no pudieran subsistir sin la representación, en tanto que otras actividades eran independientes de ella. Su asombro era enorme cuando contemplaba la administración de justicia, con sus jueces cubiertos de pelucas y ropajes, sus acusadores mordaces y sus defensores sentimentales, moviéndose por un decorado de altísima carga teatral. Y es que, en efecto, no podría haber administración de justicia sin representación. La adininistración de justicia no es otra cosa que la representación de un drama cuyas consecuencias se prolongan a veces veinte años y un día.
El nihilismo norteamericano es mucho más eficaz que todo el terrorismo de este mundo. En EE. UU los sucesos «reales», los acontecimientos, se pactan. Y si los pactantes deciden que no ha habido robo, violación o canibalismo, pues no lo ha habido. Aunque lo haya habido.
Pero Pascal añadía que otras actividades no precisan representación y ponía como ejemplo la guerra en la que, a su juicio, aunque los soldados vayan disfrazados, no hay representación pues gana siempre el mas fuerte y no el que conduce mejor el dramaDicho de un modo más sencillo: es posible que lo que llamamos «obras de arte» no sean sino mecanismos de producción mantenimiento y perfeccionamiento de creencias imprescindibles para el funcionamiento de la sociedad, exactamente igual que las representaciones de la justicia. En ese sentido una pintura (representa) a Jesucristo, o a un paisaje de Olot; un poema (representa) la nostalgia, o el triunfo de Lepanto, etc. Lo cual también explicaría el interés desordenado que todos ios estados y gobiernos han manifestado hacia las artes. La creencia en sus representaciones se muestra imprescindible para mantener la creencia en general de que hay tal cosa como «realidad» y «sucesos». Y por lo tanto «sujetos». Sabido es que la existencia real del sujeto permite adscribirle derechos, y de ese modo puede construirse todo ci aparato judicial.
Este peculiar capricho de nuestra cultura ha conducido a muchas perplejidades. Rossellini, en su película sobre la toma del poder de Luis XIV, asume de un modo muy convincente que toda la representación cortesana del Rey Sol fue un sagaz artificio para la instalación del poder absoluto en un medio hostil, y en esa representación entraban, sin lugar a dudas, el teatro, la ópera, la pintura o la arquitectura, así como la abigarradísima vestimenta que hoy nos parece cosa de locos. El genio político de Luis XIV habría consistido, primordialmente en la genial dramaturgia que puso en marcha para obtener la creencia de los rebeldes feudales en la realidad del poder real. Una vez introducidos en la representación monárquica, los poderosos feudales fueron convertidos en perros de aguas.
Si aceptamos esta proposición general, las artes no habrían sido sino elementos de una representación global del poder hasta muy entrado el siglo XIX. Y las vanguardias, etcétera, no serían otra cosa que convulsos movimientos destinados a liberar las prácticas artísticas de su esclavitud a la representación global del poder, una vez acabada su función por la entrada en juego de mecanismos de creación de realidad, como la televisión, mucho más eficaces.
Es muy interesante constatar que, en efecto, las artes del siglo XX, y sobre todo las llamadas «de vanguardia» son, en su mayor parte, no-representativas en el sentido hasta ahora expuesto. Y ello ha llevado a más de un teórico a decir que algunos movimientos de vanguardia no producen representaciones, sino presentaciones.
Podríamos aceptarlo, pero la consecuencia salta a la vista. Una vez arrancadas de la representación del poder, las artes se quedan en nada. O, más exactamente, representan la nada. Nuestra nada. Nuestra carencia de realidad y suceso. E incluso nuestro acabamiento como sujetos.
Repito lo más descorazonador de esta malévola teoría sobre las artes: según ella, sólo mediante la ficción de una representación podríamos acercarnos a algo real y verdadero. Sin la ficción de una representación caeríamos en la irrealidad y falsedad de la pura nada. En el deal.
Contra ella cabe pensar que la representación no sea siempre una ficción sino, muy al contrario, una aparición. O la aparición de una verdad específica, con su propio protocolo de desocultación. Y que la creencia en las representaciones no dependa de la mayor o menor ingenuidad o interés del sujeto, sino de la necesidad de lo que comparece en la representación. Si hay aparición, hay visión, ciertamente, pero en cualquier caso ha de ausentarse el sujeto.
La visión verdadera es la imposición de un dominio ajeno a las palabras. La media luna del islam tiene una relación muy remota con la astronomía; su verdad y su efectividad tienen la fuente en un lugar ajeno a cualquier representación de un sujeto. El islam es una media luna, del mismo modo que todas las Carmen son Carmen.

SAGRADO. Antes de la Revolución francesa, cuando en el mundo cruel, ordenado y estable del Antiguo Régimen se hablaba de «lo sagrado» ni siquiera era preciso aclarar• que se estaba hablando de la esfera del sacrificio. Siendo así que todo el mundo vivía en el seno de las Iglesias cristianas (y quienes se encontraban fuera de ellas no eran seres humanos considerables), lo sagrado era todo aquello que se producía en torno al único sacrificio conocido: el de la misa.
En el único sacrificio reconocido por la sociedad premoderna, un dios se encarnaba en forma de hombre para compartir el privilegio de los humanos, a saber, la muerte, curioso como estaba el dios por conocerla. Sin embargo, el destino de ser mortal y efímero no le satisfizo, porque al poco de haber recibido una muerte como la de cualquier otro ser humano, resucitaba para regresar a la inmortalidad junto a los restantes dioses, no sin llevarse al ámbito inmortal, como recuerdo de su paso por la tierra, a una hembra humana a la que adoptó como Madre, la cual de inmediato se convirtió en una de las divinidades más amadas por los mortales.
Como obsequio por su colaboración en el experimento, el dios concedió a los humanos una gracia: la de reunirse con él y con los restantes dioses, un día no señalado, en la gloria de la inmortalidad, a condición de que los humanos sacrificaran en su nombre, olvidando a las restantes deidades.
El sacrificio de la misa es, justamente, la actividad sacrificial que mantiene viva la promesa de inmortalidad (la única, por cierto) que se les haya hecho a ios humanos de culto cristiano. Su decadencia da a suponer que ios mortales modernos están a punto de abandonar la esperanza de ser algún día inmortales.
Tras constatar la mengua acelerada de nuestras actividades sacrificiales, y espantados ante la posibilidad de que los humanos de Occidente hubiéramos renunciado a la inmortalidad, algunos filósofos dieron en pensar si no sería que la actividad sacrificial había cambiado y estaba teniendo lugar en otro altar.
Dichos pensadores consideraron que siendo el sacrificio una destrucción gratuita de algo valioso, pues la esencia misma del sacrificio es que algo desaparezca sin que lo aproveche nadie más que el dios a quien se dirige, lo más parecido que quedaba a semejante acción era la actividad llamada «artística».
Hete aquí que las prácticas del arte moderno consistían en sacrificios enormes (Rimbaud en África, Kafka en la oficina, Van Gogh en ci manicomio junto con Nietzsche, Artaud, Hólderlin, Schumann y Wolf, Poe, Joyce y Baudelaire en la miseria, y así sucesivamente) cuyo dolor inmenso se ofrecía en el altar de la poesía, de la pintura, de la música... ¿no deberíamos considerar, pensaban los filósofos, que ése es el sacrificio que andamos buscando, y que las artes han sustituido a la misa en el sistema sacrificial de Occidente?
Empujados por el entusiasmo, vieron que muchas otras actividades artísticas como el teatro, la ópera y los toros, reunían todas las características del sacrificio gratuito, aunque costaran dinero, ya que la gratuidad era de otro orden: la puesta en juego y el despilfarro de una vida sobre ci albur del «éxito», es decir, de la aceptación del sacrificio por parte del dios y su premio consecutivo.
Durante unos años (y aún continúan pensando así algunos departamentos universitarios), las artes se estudiaron como el territorio sagrado de la modernidad y el ámbito secreto de un culto a divinidades tan ignotas que hasta su nombre se había olvidado.
Una variante de notable interés propone a las artes (o mejor dicho, a la obra de arte singular) no sólo como la última huella de unas divinidades desaparecidas, sino como ámbito de manifestación de las mismas, no de un modo directo (lo que sería imposible dada su extinción en esta tierra) sino a través del desvelamiento de aquello que permanece oculto a nuestros ojos. La obra de arte (alguna obra de arte) actuaría como revelación en un mundo con los puentes cortados y aislado del ámbito divino.
Pero si algún aspecto heroico hubo en las artes de la segunda mitad del siglo XIX, e incluso en la primera mitad del XX (y aún podríamos añadir a algunos individuos aislados de la segunda mitad), lo cierto es que las prácticas artísticas han ido siendo cada vez menos heroicas y raro es el pintor o músico de dieciocho años que pasa hambre hoy en día o que no vive de una beca del Ministerio de Cultura. Lo cual ha dañado severamente la credibilidad de ios teóricos del sacrificio.
Ello no impide afirmar lo siguiente: si en lugar de referirla a la práctica social de las artes, la referimos a prácticas concretas y singulares, entonces la teoría sacrificial no tiene por qué caer en el descrédito. Que las prácticas artísticas en general no pertenezcan ya al orden de lo sagrado no impide, en absoluto, que algunas páginas de Beckett, o ciertos poemas de Celan, alguna composición de Lutoslawsky, alguna escultura de Giacometti, y tantas otras obras singulares incluso de la posguerra, sean lo que nos queda más próximo a una experiencia de lo sagrado en un mundo (casi) totalmente desposeído de acceso a la divinidad, o lo que es lo mismo, al pensamiento de nuestra mortalidad.
Pero creo que es ésta una cuestión que debe tratarse con infinita prudencia, pues roza el ridículo y la cursilería, lo que es muy ilustrativo sobre su peligrosidad latente. Cuando algo bordea el ridículo, quiere decirse que produce pavor. Y allí en donde nos asalta el miedo, allí se esconde lo que no queremos saber de ninguna de las maneras.
Durante siglos el bufón fue el encargado de decir aquello que ios poderosos no querían oír. Los bufones actuaban como una válvula de seguridad social, ya que los poderosos deben saber lo que no quieren oír, con el fin de evitar ios cataclismos que provocaría su ignorancia. Es muy posible que los artistas heredaran esa esfera inviolable durante unos años y que tuvieran permiso para decir lo que los poderosos están obligados a saber pero no quieren oír. Sin embargo, en la actualidad cualquiera puede decir lo que le dé la gana, y no pasa nada. No es que seamos todos bufones o artistas (aunque ésa es la pretensión), es que, frente a lo que pueda parecer ya no hay poderosos.

SUBLIME. Además de una expresión corriente como en la frase: este solomillo está sublime, lo sublime es un concepto central de la filosofía kantiana. Debe observarse, en primer lugar, que es un concepto neutro; no es ni el ni la sublime. Es lo. Para Kant, lo sublime es un grado superior a lo Bello y sólo se presenta ante nosotros cuando la contemplación de algún fenómeno de gran envergadura, como el estallido de un volcán, el furor del huracán, o el fragor de una batalla, nos sobrecoge el ánimo y nos dejan anonadados. Se entiende que la expresión corriente suele ser una exageración. Aunque no siempre, como ahora veremos.
Cuando un acontecimiento sublime nos sobrecoge ci ánimo, tendemos a considerar la pequeñez de nuestra condición y la insignfficancia de la vida humana, y vemos nuestra poquedad como un hecho armoniosamente ligado a las convulsiones del universo. Cuando lo sublime se precipita sobre nosotros, accedemos por un camino secreto a la totalidad del cosmos, a su unidad, y vemos nuestra efimera habitación a la luz del soi como un elemento más de la existencia colosal del universo.
Pero el contraste entre la mota de polvo ridícula que es una vida humana y su descomunal capacidad intelectiva producen un cortocircuito al cruzarse dos cables de alto voltaje en el intelecto, el cable moral y el cable estético. El chispazo que salta es la estremecedora experiencia a la que llamamos sublime y que, aunque Kant no lo diga, es un acto de afirmación de nuestra muerte como elemento constructivo del sentido cósmico.
No es difidil de imaginar que un prado, un arroyuelo, y una vaca, son, para Kant, cosas bellas. Pero una torrentera de montaña que en su avance arrasa prados, arroyuelos y vacas, es sublime. Añadamos (ya que Kant no utiliza este ejemplo) que un cuerpo joven, sano y proporcionado es bello, pero ese mismo cuerpo davado en un madero y cubierto de cicatrices es sublime. En lo sublime se significan esas realidades molestas, las negativas (el dolor, la muerte, el horror, el asco, y tantas otras), que no encuentran su acomodo en lo Bello.
Una de las más insidiosas dificultades que presenta
La filosofía de Kant es que carece de referencias, ejemplos, metáforas, y otros frívolos recursos literarios. Los pocos ejemplos que da Kant en sus Críticas es preferible olvidarlos. A Kant los ejemplos le parecían una cursilería. Pero los discípulos de Kant aprovecharon el vacío de ejemplos para ampliar el campo de lo sublime de un modo notoriamente abusivo.
Una generación más tarde, la música de Mozart era «bella» pero la de Beethoven «sublime»; el Partenón era «bello» pero las pirámides egipcias eran «sublimes»; y todo era o bien bello o bien sublime, con lo que se llegó al despropósito actual. En nuestros días yo he llegado a escuchar en boca de un colega de fogoso temperamento filosófico que las piernas de Sharon Stone eran bellas, pero las de Maradona eran sublimes. Los alumnos se hicieron kantianos.
No hay que dejarse arrastrar por la facilidad, pero tampoco hay que perder de vista la potencia del concepto kantiano. Un competente crítico norteamericano ha escrito un voluminoso tratado para demostrar que el hábito de fumar pertenece al orden de lo sublime. Basándose en la Crítica del Juicio, Richard Klein escribe:
Sólo mediante su pertenencia a lo sublime puede entenderse la afición de la gente hacia los cigarrillos y por qué les vista tanto algo que sabe a rayos y marea.
Para Klein, el fumador es como aquel personaje de Byron que se sitúa audazmente en el borde del abismo para contemplar, con un voluptuoso estremecimiento, lo efimero y fútil de nuestra existencia, y la grandeza inconmensurable de lo negativo.
El juego estético con la muerte, el desafio al cáncer de pulmón que brilla en cada aspiración de nicotina, sitúa al fumador consciente junto al samuray que estetiza su harakiri, o al torero que construye artísticamente su muerte y la del bicho de consuno: son héroes de la sublimidad.
Si aceptamos la propuesta del deconstructivista americano, el célebre verso de cuplé que dice: y mientras frmo mi vida yo consumo, porque aspirando el humo me siento estremecer, no sería sino una manifestación extremadamente elegante de kantismo, ya que, por cierto, en el otro verso que dice: frmando espero al hombre a quien más quiero, se habla, sin lugar a dudas, del sepulturero, y en más de un sentido.
Seamos prudentes, sin embargo, y recordemos que unos afios después de la muerte de Kant, dictaría Hegel sus lecciones de filosofía del arte, en las que derribaría de su pedestal romántico a la categoría de lo sublime, sustituyéndola por la de «lo significativo». En rudo contraste, (lo bello), para Hegel, quedaba adscrito a un pasado absoluto y casi prehumano (o postdivino) cuya perpetua presencia bajo la forma del culto a Grecia iba a tener consecuencias imprevisibles.
Deseo subrayar que Hegel hizo de lo bello algo sublime. Al introducir como medida artística «lo significativo» (hasta entonces reservado a la filosofia y la ciencia), de inmediato «lo bello» ascendió un grado en la escala de los valores artísticos. Y eso es lo sublime:
el ascenso. He aquí cómo lo resume Pascal Quignard:
La palabra latina sublimis es una traducción aproximativa del griego h.ypsos. Lo hipsy es lo que está en alto, la alta mar, la eminencia, aquello respecto a lo cual estamos «por debajo», aquello respecto a lo cual estamos «alejados». Lo sublime es lo que sobresale, io que tiende y se extiende, como en el deseo masculino.
Uno de los últimos avatares de lo sublime ha aparecido en ios últimos años bajo la forma de una defensa del arte más rabiosamente actual. A la vista de exposiciones en las que pueden admirarse diversos cuerpos en corrupción, o masoquistas en el ejercicio de su vicio, pero también aquellas otras en las que la exposición expone un montón de hígados de pollo y unos cuantos huesos, cuando no unas jeringuillas ensangrentadas, el filósofo francés J.-F. Lyotard creyó poder adscribir ese tipo de manifestaciones artísticas a lo sublime. No es bello, vino a decir, pero es sublime como los terremotos y las grandes catástrofes.
Es una buena acción que ie honra, y con la que esperamos coseche los mayores éxitos.

TEXTO. Durante los años setenta se produjo un des- cubrimiento sensacional. Los investigadores de la literatura y los teóricos de la misma descubrieron algo que había permanecido inadvertido en muchísimos cuentos, novelas, poemas y relatos: el texto. Resultaba que la literatura estaba compuesta por textos. Es más: los textos podían sustituir con creces a la literatura.
De pronto todo fue texto. Escritores de mediana edad presentaban «el texto» de un amigo en el incomparable marco de la Universidad Menéndez y Pelayo de Santander. O en un tribunal de oposición se presentaba «un texto» que de inmediato merecía ci cum laude y la cena. Un conocido restaurante de la parte alta de Bar-. celona sustituyó la carta por un texto. Incluía un «Texto del día», más barato. Y nadie escribió ya nunca más ni novelas ni poemas, sólo textos.
Todavía hoy continúa usándose la palabra en una enormidad de casos y sólo sufre la competencia del «discurso», siendo así que la «escritura» ha prosperado menos de lo previsto. El «discurso)>, no obstante, ha ido avanzando desde entonces por presión de la secta derridiana a gran velocidad, y puede llegar a dominar el panorama, en cuyo caso el restaurante de Barcelona tendrá que cambiar de nuevo su texto y presentarlo como discurso.
Pero para animar a un uso más asentado de la palabra «texto», ofrezco al lector su definición, según uno de sus inventores, Julia Kristeva:
Llamaremos texto a toda práctica de lenguaje mediante la cual se desplieguen en el feno-texto las operaciones del geno-texto, intentando el primero representar al segundo, e invitando al lector a reconstruir la siguficancia.
Si alguien siente una cierta inhibición por lo del genotexto, no debe preocuparse en exceso pues el geno-texto carece de misterio:
Dice la inventora. Es cierto que ahora se puede producir una nueva timidez por causa de la «significancia», pero tampoco debe el lector inhibirse, pues la significancia no es otra cosa que: «la compatibilidad semántica y/o sintáctica de los elementos constitutivos (según Lyons)», o bien «la instancia en el sueño de la estructura literante (según Lacan)», o, más sencillamente, «el trabajo de diferenciación, estratificación y confrontación que se practica en la lengua» (Kristeva).
De modo que si alguien se le presenta con un texto, sea usted agudo, no se deje engañar, y observe primero si se trata realmente de un texto. Por ejemplo, ¿le invita a reconstruir la significancia? Y si, en efecto, le invita, compruebe que se trate de una verdadera significancia, y no de cualquier sucedáneo: ¿acaso diferencia, estratifica y confronta en la lengua? De ser así, puede usted estar casi seguro de que se trata de un texto. Ya sólo le faltará leerlo.

VANGUARDIA. Un enorme barullo se ha cernido sobre el término arte de vanguardia, el cual aparece indiscriminadamente confundido con el arte contemporáneo, arte actual, arte moderno, arte de la modernidad y, sobre todo, en sustitución del más exacto arte de las vanguardias
El arte contemporáneo; ¿contemporáneo de qué tiempo?
Se deduce que calificar a algo de «contemporáneo» no añade ningún valor ni informa sobre nada.
El siguiente término, el arte actual es más informativo pues hace referencia a la actualidad o inactualidad de las obras contemporáneas, ya que, aunque su cuantificación sea difícil, en efecto hay unas producciones más actuales que otras. Los encargados de determinar la actualidad de una obra son los críticos y los periodistas, a los que se han añadido en el último momento los directores de museos, los ministros de la cultura y el cuerpo de funcionarios adscrito a las direcciones de Bellas Artes y similares.
¿Qué es lo actual? Nada más sencillo de definir: lo actual es lo estadísticamente abundante en cada estrato del espectáculo artístico y, muy especialmente, en los media. Así, por ejemplo, hoy por hoy es «arte actual» una instalación o performance, pero no lo es un retablo al óleo de tema religioso.
La actualidad se da en todos los niveles. Tan arte actual es un videoclip destinado a los niños, como un montaje conceptual destinado a los adultos. Cada día es más frecuente el uso de las salas de exposiciones para mostrar fotografias sin el menor valor artístico, pero la «exposición de fotografías» es en sí misma muy actual. Y más barata que la de pintura.
Su actualidad no nos dice absolutamente nada sobre la artisticidad de un producto, sólo sobre su frecuencia de aparición en los media.
El tercer término es algo más rico, ya que buena parte de su contenido le viene de la Historia: el arte moderno es aquel que se da en la era moderna y es, por tanto, distinto del arte antiguo, clásico, románico, gótico renacentista, barroco, neoclásico y romántico. Las disputas sobre cuándo comienza lo moderno, entre ios especialistas de historia del arte, son infinitas, de modo que no entraremos en ellas. Baste con decir que algunos historiadores consideran arte moderno todo el que se produce tras el Renacimiento italiano, en tanto que la mayoría va poco a poco conformándose a considerar moderno tan sólo lo posterior a la Revolución francesa y la aparición de estados fundados en la muerte de Dios.
A mi entender, no puede hablarse de tiempos modernos antes de las primeras manifestaciones asumidas y conscientes de nihilismo, que es la ideología propia de la era moderna. Por lo tanto, yo no situaría lo moderno en ningún caso antes del primer uso eficaz de la ametralladora, lo que nos coloca en los Estados Unidos de Edgar Allan Poe. Pero es un asunto que se puede negociar.
Muchos confunden el arte moderno con el arte de la modernidad y es un error comprensible. El arte moderno, como hemos visto, es un ente extraartístico, algo puramente histórico que (una vez más) no implica valoración. La modernidad de algo no es un elemento determinable por la historia, sino por la teoría y la filosofía. En todos los tiempos históricos ha habido una modernidad, pero ésta no puede conocerse hasta el siguiente momento de la modernidad. En el siglo XII, por ejemplo, la modernidad de la construcción gótica cortaba con la construcción románica, la cual se veía, de ese modo, lanzada al pasado. Pero que el gótico iba a ser la modernidad del siglo XII es algo que sólo se supo después. Nadie puede saber en qué consiste la modernidad del momento presente, porque para saberlo tiene que haber desaparecido el momento presente, y entonces ya se habrá presentado una nueva modernidad.
Aunque parezca un juego de palabras, sólo podemos determinar la modernidad en el pasado. En el presente se atropellan ios candidatos a la modernidad, pero nadie puede afirmar quién será el que atraviese tan estrecho agujero. Para saberlo hay que encontrarse en una nueva modernidaa la cual ya habrá destruido la modernidad del anterior candidato.
El uso confuso de «moderno» en el sentido de «cargado de modernidad», es decir, señalando la dirección de los acontecimientos, ha traído un tremendo desorden. No podemos saber, hoy por hoy, si la modernidad la está señalando Barceló, un mozo con sus vídeos, o el maestro Macarrón, pintor de celebridades, ya que no sabemos qué extravagante decisión va a tomar, en el futuro, la clientela, los periodistas, los críticos, los filósofos, la tecnología, los artistas y el tiempo, que es la suprema fuerza. Sólo podemos arriesgar hipótesis. Y nuestra hipótesis, a su vez, estará, o no, teñida de modernidad.
Determinar la modernidad de algo es tarea de filósofos, críticos, periodistas, pero también de los inversores, los cuales sólo ganan dinero en el mercado del arte si absolutamente todo lo que compran es modernidad. Que sea actual, contemporáneo o moderno lo que compran, carece de importancia desde el punto de vista de la inversión. Sólo lo que lleva en sí modernidad tiene valor.
Por, lo tanto, la modernidad es un valor. Pero no es un valor artístico. Y ahora entramos en el corazón del problema. Que algo aparezca como portador de modernidad, es, desde luego, muy valioso para ios teóricos y para los financieros. Pero desde el punto de vista de la artisticidad, carece de importancia. Dificilmente hay algo con menos modernidad que un icono bizantino; sin embargo su artisticidad puede estar muy por encima de ochenta metros cuadrados de Andy Warhol, cuya modernidad fue indudable. La confusión, en este caso, surge de nuestra visión evolucionista e historicista de los productos artísticos, los cuales parecen cargarse de valor en la medida en que llevan en sí semillas de modernidad.
Forman parte del arte de las vanguardias aquellos productos que se dierón durante la era de los movimientos artísticos así denominados. El cubismo, el futurismo, el constructivismo, el surrealismo, el dadaísmo, el ultraísmo, y hasta otros doscientos cincuenta movimientos mayores (los menores suman más de mil) fueron agrupaciones de artistas con manifiesto y autoconciencia, en las cuales la producción aparecía como demostración de la teoría. Ocuparon la primera mitad del siglo XX y se extinguieron tras la segunda guerra mundial, aunque habían dejado de tener vida activa ya mucho antes.
Debemos insistir en que la denominación de «vanguardista», en este riguroso sentido, tampoco supone juicio de valor alguno. Que una pieza sea «cubista», y por lo tanto «vanguardista», no garantiza nada. Hay muchísima chapuza cubista. La determinación vanguardista es, repetimos, un criterio de clasificación y nada más, del mismo modo que la determinación de algo como «celentéreo» lo sitúa en un sistema biológico, pero no garantiza que huela bien o que sea comestible.
El cruce de ambas ideologias, la de la vanguardia como pura instrumentalización política del arte, y la de las neovanguardias como movimientos de reflexión negativa sobre el acabamiento de las artes, produjo un hermoso e inmenso desierto que ni siquiera el «regreso a la pintura» de los años ochenta y la desbocada carrera de neoexpresionistas alemanes y transvanguardistas italianos ha conseguido amueblar
En resumidas cuentas, la destrucción ha sido tanta tan eficaz que se ve dificil explicar el contenido del concepto y la actividad del «arte» en la actualidad, sin un curso preparatorio de filosofia, por mucho que en lo media se utilice la palabra «arte» con los contemdos más peregrinos y casi siempre aplicados a premios nacionales
En todo caso, la intuición de que algo está sucediendo, pero aún no podemos nombrarlo, es lo que nos permite el uso abusivo de un término como posmoderno o también tardomoderno.

WINCKELMANN. Primer historiador del arte, Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), para perseguirle en el acto más oscuro de su carrera: ¿qué necesidad había de una «historia» que acogiera a las artes? ¿Por qué debían hacerse históricas también las artes, como ios reyes y las batallas, las conquisds y las exploraciones?
No es que antes de Winckelmann jamás se hubiera escrito nada histórico concerniente a las artes; muy al contrario, desde la antigüedad greco-latina se han ido escribiendo cientos de descripciones e historias que conciernen a los artistas y a sus obras; pero hasta Winckelmann nadie había presentado una historia sistemática capaz de incluir la totalidad de las obras de arte de una época, aunque necesariamente en ella sólo se hablara de unas pocas. Asunto muy distinto es describir una pintura de Zeuxis o una escultura de Lisipo, y describir el arte griego por completo.
Antes de Winckelrnann, escritores corno Pausanias, Plinio, Quintiliano, ya habían contado historias sobre algunas obras de arte famosas o sobre sus autores; Va- sari y Aubrey escribieron vidas de artistas; Voltaire llegó a abarcar toda una época, la de Luis XIV, con las riquezas literarias y artísticas de la corte bien explicadas y razonadas. Pero ninguno de ellos se proponía nada más que eso, historias, narraciones o memorias con sucesos y personajes. Winckelmann, en cambio, es científico: no le importan las personas, los sucesos, los cuentos; le importan los conceptos, las leyes.
Por lo tanto las historias habían de ser acumulativas y pedagógicas; una suma de datos orientada moralmente a un fin. Quiere decirse que las historias tenían sobre todo un carácter político, de educación del ciudadano, y eso eran las historias militares de Jenofonte, las crónicas medievales, y las narraciones de Vasari y de Voltaire. Pero a nadie se le podía ocurrir que también las obras de arte contuvieran una posible lección moral o política.
Se suponía que la obra de arte era atemporal (o <(eterna») y aunque las producían los artistas, su causa eficiente era, o bien el potentado que la financiaba (una catedral gótica no era del arquitecto, sino del obispo y de la ciudad, así como la estatua de Atenea no era de Fidias sino de Atenas), o bien la divinidad directamente por la vía de la inspiración, la locura, la ebriedad, el arrebato, el furor, etc. En ambos casos, nadie veía nada «histórico» en las obras, como no fuera la vida del potentado o del artista.
Pero Winckelmann descubrió algo sorprendente: si eliminamos la figura del artista (figura que en el caso de Grecia ya había sido tachada por el tiempo), y al dios inspirador le llamamos Estilo (por ejemplo «Antiguo»), entonces las obras de arte dejan de ser individuales, dejan de existir separadas las unas de las otras como mónadas, cada una cerrada en su propio significado, y las historias de las cosas artísticas se convierten en la Historia del Arte Antiguo (Geschíchte der Kunst des Altertums, 1764).
Y es historia científica porque no habla de tal o cual obra, de tal o cual artista, sino de todas las obras y todos los artistas de la antigüedad, sin necesidad de citarlos uno a uno. Habla de las leyes que dan sentido racional a las obras arte, las cuales no son sino momentos de la ley. Las artes, por fin, ya no eran unos oficios que producían objetos dispares. Las artes eran prácticas (inconscientemente) científicas.
Ciertamente Winckelmann hizo uso de la socorrida metífora biológica que ya usara Vasari, según la cual el arte de los griegos nace en el periodo «arcaico», se desarrolla juvenilrne para alcanzar la plena madurez en la Atenas de Fidias, y decae hasta su extinción a partir de la expansión alejandrina. Pero lo importante no es el andamiaje metafórico utilizado para dar credibilidad «científica» al sistema, sino la intención realmente científica del mismo y la ley que propone como fuerza formadora del arte griego, saber, que el proceso entero del arte griego no fue sino una encarnación en piedra del concepto político de democracia. Todo el recorrido del arte griego, y cada una de las piezas individuales, tomaba un sentido externo y trascendente: el «descubrimiento» de la libertad individual
Si se observa una pieza aislada, una bacante, por ejemplo, con la pierna alzada y el pandero vibrando en su mano derecha (que sea un relieve helénico o una tela de Picasso ahora es irrelevante), damos por descontado que, si la pieza es artísticamente notable, es entonces auto- suficiente; tal es el convencimiento de la era moderna y de ese convencimiento nacen las autonomías artísticas. Llamamos «obra de arte» a aquellas producciones que contienen sus propias leyes, y cuanto más propias e irrepetibles sean, más artística consideramos a la pieza. La «obra maestra» es aquella que contiene sus propias leyes en grado eminente y modélico, y por ello es capaz de generar toda una familia de epígonos.
Sin embargo Winckelmann construye una Historia del Arte en la que ninguna pieza es independiente de las demás, ni tiene leyes propias: sólo el conjunto posee sentido, sólo la totalidad conoce la significación que, por delegación, ilumina a cada una de sus partes. Las leyes de la obra de arte, a partir de Winckelmann, ya no las decide ni el artista, ni el dios, las decide la Época. Y la «obra maestra» no es magistral por sí misma, sino en representación de una Época. Pocos años más tarde se dirá: en representación de la sociedad.
Este giro conceptual (que a mi modo de ver es la causa de efectos aparentemente muy remotos corno la invención de la bomba atómica) sitúa a la producción artística fuera del control humano y divino. Los artistas no son sino depositarios efímeros de un estilo determinado por la Época, y la producción estilística va pasando de artista en artista, a medida que ios artistas fallecen, como la luz de un faro se desplaza sobre las rocas emergentes de una bahía.
¿Quién o qué determina las leyes estilísticas de cada Época? Desde Winckelmann, esta pregunta ha recibido una abusiva cantidad de respuestas. El clima y la alimentación, la lucha de clases, el saber absoluto, el inconsciente, la simbólica colectiva, la genealogía epistémica, la voluntad de poder, el mercado, los envíos cpocales, la voluntad de forma, y así sucesivamente hasta llegar a los estructuralistas que niegan toda posibilidad de responder y los deconstructivos que dicen que todas las respuestas tienen idéntico valor.
Las obras de arte no pueden ser productos históricos, si verdaderamente son obras de arte. Es más lo único que no puede ser histórico y lo que, por oposición, garantiza que haya Historia de todo lo demás, es aquello que los antiguos no llamaban «arte» sino «poiesis», y que nosotros ya no sabemos cómo calificar y por eso lo seguimos llamando «arte» aunque no tiene la menor relación con el arte, si es que el arte es aquello que hacían los antiguos.
Pero mejor es no insistir sobre ello. Bastante hemos insistido a lo largo de este libro.
Winckelmann se encuentra en el origen de nuestro modo de pensar las épocas y las artes, con igual autoridad que Baudelaire o Duchamp, aunque pase mucho más inadvertido.
Cuando la obra de arte no importa por sí misma, ni importa su resplandor, sino que es sólo un documento histórico entre otros documentos históricos, entonces ya no es una obra de arte sino un signo asumido y controlado por el discurso de la razón, la cual le dará un destino seguramente político. Siendo así que ya todos nosotros somos historiadores, conscientes o inconscientes, y que los «artistas» actúan en tanto que historiadores del arte mediante movimientos, manifiestos y teorías del arte, cuando no representando a su época, o incluso expresando su nacionalidad, es imposible que entre nosotros se produzca algo similar a lo que llamamos «arte» aplicado a los antiguos.